Polémicas episcopales

Publicado en el Diari de Tarragona el 29 de enero de 2012



Esta semana hemos asistido a dos nuevos episodios de la interminable batalla que se libra en las sociedades modernas por delimitar el ámbito propio de lo religioso y lo político. La aparente imposibilidad de concluir este debate parece sugerir que no existe una fórmula mágica para concretar nítidamente las fronteras de estas dos dimensiones de la realidad humana. Para colmo, nuestra sociedad hereda el pesado lastre de una época oscura en que ambos mundos parecían entrecruzarse con demasiada familiaridad, lo que también ha provocado el efecto péndulo en no pocos ciudadanos que ven con malos ojos el papel público de las autoridades católicas. Así, por un lado, no faltan aquellos que pretenden otorgar a la Iglesia un papel activo en la toma de decisiones civiles, frente a otro nutrido colectivo que exige tapar la boca a cualquier hombre con sotana al que se le ocurra manifestar sus opiniones en un medio de comunicación público.

El primer capítulo del culebrón episcopal ha sido protagonizado por el arzobispo de Tarragona, tras pronunciar unas polémicas palabras en una entrevista emitida por TV3. Dudo que sea necesario reproducir el contenido de la misma, consciente de que estas frases habrán sido debatidas incluso en la estación espacial internacional. Entiendo las críticas que ha suscitado la forma empleada en algunas de estas afirmaciones: la comparación entre la incapacidad femenina de celebrar la Eucaristía (imposibilidad de derecho, por muy divino que sea) y la facultad de engendrar hijos (inviabilidad puramente biológica) no parece especialmente acertada, y resaltar el deber de las esposas de cuidar de sus maridos (sin señalar lo propio en sentido inverso hasta que lo reclama la entrevistadora) escuece a la sensibilidad social de las generaciones actuales.

Sin embargo, escandalizarse porque un obispo católico desapruebe las relaciones homosexuales sólo puede ser fruto de la ignorancia o el cinismo, y lo mismo podría aplicarse al sacerdocio femenino, una posibilidad cerrada a día de hoy, nos guste más o menos. Jaume Pujol es el máximo representante de la Iglesia en Tarragona, y su deber es defender y promover sus principios. Lo contrario supondría renegar de su posición y abandonar sus obligaciones hacia los fieles católicos que no esperan otra cosa de él. Si hay algo que reprochar al arzobispo es una cierta ingenuidad al pensar que estas palabras iban a resultar mediáticamente inocuas. Cuando un periodista pregunta a un eclesiástico sobre temas polémicos que han sido perfectamente definidos por la Iglesia, parece evidente que sólo busca la polémica informativa inmediata: si el sacerdote reafirma la postura oficial será tachado de retrógrado intransigente, y si muestra el menor resquicio interpretativo lo considerarán un peligroso heterodoxo que amenaza el monolitismo vaticano.

Podremos estar más o menos de acuerdo con las opiniones de Mons. Pujol (y junto a ellas, con las de la Iglesia Católica) pero se trata sólo de indicaciones dirigidas a aquellos que quieran tomarlas en consideración. Y gracias a Dios, sólo es católico el que así decide serlo. Más preocupantes me parecen, por su trascendencia fáctica, las afirmaciones de algunos líderes políticos de nuestro entorno, que parecen negar la libertar de expresión a todo aquel que luzca un alzacuellos bajo su barbilla. Si en democracia cualquier ciudadano puede opinar lo que quiera sobre el tema que le apetezca (un indignado, un Hare Krishna, un banquero, o un ecologista) supongo que también podrá hacerlo un arzobispo. Y para aquellos políticos y opinadores empeñados en confundir los términos, debería aclararse que tolerante no es la persona a la que todo le parece bien, sino aquel que mantiene sus propios principios y creencias respetando a quien no opina o actúa de acuerdo con ellos.

La segunda parte del escándalo llegó desde Valladolid, donde el arzobispo del lugar cuestionó off the record la idoneidad de Soraya Sáenz de Santamaría para pronunciar el pregón de Semana Santa. Nos encontramos ante un complicado asunto, derivado de la confusión permanente que hemos padecido durante siglos entre los fenómenos religioso y civil. Soy consciente de que mi postura como católico puede no ser muy compartida, pero detesto ver a los políticos desfilando como tales en procesiones religiosas y ocupando los primeros bancos reservados de las celebraciones litúrgicas, como tampoco soy muy amigo de ver sotanas paseándose por ayuntamientos y cuarteles. En el caso que nos ocupa, la Semana Santa vallisoletana trasciende ampliamente la dimensión espiritual, como ha reconocido el propio Ricardo Blázquez, pero también debe entenderse que se trata de un acto eminentemente católico. Por ello, no debería extrañar que se cuestione la idoneidad de una persona reconocidamente no creyente para protagonizar uno de sus actos más significativos.

Si queremos limitar este tipo de controversias en el futuro, deberíamos avanzar hacia un modelo que compartimentara nítidamente el terreno político y el religioso. En mi opinión, debería incluir diversos aspectos: un modelo de financiación según el cual el Estado pague a la Iglesia exclusivamente por los servicios que ésta presta a la sociedad -que son abundantísimos, por cierto- (colegios, residencias de ancianos, comedores sociales, conservación del patrimonio artístico…), una clara desvinculación representativa entre autoridades civiles y religiosas, un escrupuloso respeto hacia la libertad de expresión de los representantes eclesiásticos, etc. Como dice el refrán, cada uno por su lado y Dios con todos.

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