El necesario final de un modelo insostenible

Publicado en el Diari de Tarragona el 22 de enero de 2012 



El acuerdo final entre socialistas y populares ha permitido la aprobación de las nuevas cuentas municipales para el Ayuntamiento de Tarragona. Se trata de una buena noticia, sin duda, pues la prórroga de los anteriores presupuestos habría supuesto un auténtico cataclismo financiero. En apenas unos meses el gobierno consistorial ha pasado de elogiar la buena salud de sus finanzas, a implorar desesperadamente socorro para que alguien le ayude a aplicar el desfibrilador a la caja de caudales. Más de uno pensará que ambas situaciones se hallan íntimamente relacionadas… La inusual cohabitación de Josep Fèlix Ballesteros y Alejandro Fernández está sorprendiendo a muchos ciudadanos, por mucho que ambos insistan en que su relación no es lo que parece. Sin embargo, quizás este pacto de supervivencia municipal no sea más que un mero síntoma local de una epidemia que recorre Europa desde hace años: todos los partidos de gobierno del continente parecen resignarse a defenderse de la recesión en vez de plantarle cara. Es la doctrina Merkel, que entierra para siempre los planteamientos anticíclicos, para concentrar todos sus esfuerzos en la contención del gasto público mediante recortes sistemáticos en los presupuestos.

Se ha escrito mucho sobre este decimoprimer mandamiento que todos parecen acatar sin reservas. Los hay que lo consideran la consecuencia inevitable de varias décadas de despilfarro institucional, mientras otros (incluido algún premio Nobel de economía) ven en esta apuesta unidireccional por la austeridad un descabellado suicidio económico del Viejo Continente. Supongo que entre estos últimos se hallan los que animaron a Obama para que presentara en el Congreso norteamericano su ambicioso plan de inversiones públicas, valorado en 500.000 millones de dólares, con el fin de relanzar la economía y el empleo en su país, algo así como nuestro difunto Plan E, pero destinado a infraestructuras esenciales, con los números bien hechos y sin hacer el ridículo. Hoy en día, este tipo de proyectos resultan implanteables a este lado del Atlántico, especialmente en países renqueantes como el nuestro: lo que toca es recortar y recortar, sin dejar la más mínima puerta abierta a la inversión pública con afán reactivo.

Ciñéndonos a nuestro entorno más cercano, no tengo la menor duda de que han existido razones de peso para que privilegiadas cabezas pensantes del mundo macroeconómico hayan apostado por la asfixia fiscal frente a la reactivación de las economías familiares, el recorte social frente al despegue del consumo, la contracción global frente a la inversión estratégica… Y esto se puede aplicar a la Moncloa, a la Generalitat y a la Plaza de la Font. No sólo es que unos partidos supuestamente liberales como CiU y el PP parezcan haber renunciado a incentivar desde el poder público el movimiento económico, sino que lo están frenando a base de crujir a sus administrados con sus subidas de impuestos. La aplicación de criterios keynesianos en épocas recesivas no es patrimonio exclusivo de la izquierda, lo que lleva a preguntarse por qué en esta ocasión las instituciones públicas han bajado los brazos de forma unánime.

La respuesta puede ser tan simple como deprimente: no se puede. Durante otros ciclos contractivos, las autoridades públicas tuvieron tiempo y recursos para atenuar la negativa coyuntura financiera (invirtiendo en obra pública, reduciendo impuestos…). Por el contrario, en esta ocasión nuestra economía gatea desorientada como un boxeador grogui incapaz de levantarse, hasta el punto que nuestros políticos se dan con un canto en los dientes si al pulsar el interruptor de su despacho la bombilla se enciende. Y la cosa no va a cambiar a corto plazo: acaba de conocerse la previsión del FMI que augura para España dos años más de recesión. Obviando la problemática cuestión fiscal, el debate se traslada inevitablemente a la determinación de las partidas que deben sufrir con mayor brutalidad la embestida de los ajustes.

Habitualmente, cuando se trata de jerarquizar las prioridades, suele acudirse a la clásica distinción entre gastos esenciales y gastos prescindibles. Así, repugna al más básico sentido social que la Generalitat reparta millones de euros para propaganda institucional entre diversos medios afines mientras cierra plantas de hospital, o que el Estado aparque la Ley de Dependencia mientras sigue subvencionando a partidos políticos y sindicatos. Pero existe otra clasificación tan importante como la primera, si se observa el problema a largo plazo: la diferenciación entre gastos fijos y gastos variables.

Hasta la fecha, hemos visto cómo las principales administraciones de nuestro entorno, salvo honrosas excepciones, se están dedicando a recortar gastos variables con la probable intención de recuperarlos cuando las cosas vayan mejor: no han entendido nada. Precisamente, si hoy nos vemos incapaces de reaccionar ante el desastre financiero es por culpa, entre otras cosas, del faraónico gasto estructural que conlleva un modelo institucional varias veces superpuesto, con un volumen políticamente agigantado que apenas repercute positivamente en la calidad de vida de los ciudadanos. Si nuestros dirigentes siguen eludiendo la cruda necesidad de adelgazar el monstruo que han creado entre todos ellos, dentro de unas décadas volveremos a vernos en la misma alarmante situación. Hagan el favor de olvidar el número de sillones públicos que perderían y sean capaces de pensar con perspectiva histórica: se supone que están ahí para eso.

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