Hacia dónde apunta el pulgar



Publicado en el Diari de Tarragona el 20 de agosto de 2023


Y la incógnita se despejó. El pasado jueves por la mañana, en una de esas soporíferas e interminables sesiones que no aguantan ni las familias de sus Señorías, la socialista Francina Armengol alcanzó la presidencia del Congreso por mayoría absoluta. Para ello fue necesario el apoyo conjunto de su partido, la formación de Yolanda Díaz, y el soberanismo vasco y catalán al completo, gracias a un acuerdo de última hora. Al margen de lo anecdótico (como la desbordante creatividad de algunos electos a la hora de prometer o jurar la Constitución), son dos las principales noticias que nos dejó la jornada.

En primer lugar, destaca la ruptura de la entente conservadora, que votó por separado. Efectivamente, la candidata del Partido Popular, Cuca Gamarra, sólo obtuvo el respaldo de los populares, más el de sendos diputados de UPN y Coalición Canaria (es probable que el grupo insular, de afinidades ambiguas y consciente de que esta legislatura resultará matemáticamente irrelevante, haya comenzado un trabajo de acercamiento a largo plazo hacia el PP por si suena la flauta en el futuro). Por su parte, los representantes de Vox votaron de forma testimonial a su propio candidato, Ignacio Gil Lázaro, explicitando su profunda frustración por haber quedado excluidos de la Mesa, pese a haber sido la tercera fuerza más votada en los últimos comicios.

La victoria de la mayoría progresista parece encauzar la legislatura surgida de unas urnas empeñadas en complicar la conformación del nuevo gobierno aún más que en la pasada edición. Aunque no todo está cerrado, las apuestas se inclinan claramente por descartar un adelanto electoral a corto plazo, estando como están los bloques perfectamente definidos y contabilizados. En este sentido, teniendo en cuenta la presumible ausencia de comicios relevantes a corto o medio plazo, el divorcio de la derecha no parece que deba entenderse en clave electoral sino probablemente estratégica.

Quizás, por fin, Alberto Núñez Feijóo haya comprendido que una variopinta pero mayoritaria proporción de españoles, ubicados desde el centro político hasta la extrema izquierda, no quieren ni oír hablar de un gobierno en el que participe la ultraderecha. Posiblemente, los coqueteos populares con el partido que ocupa este espacio (especialmente durante los pactos autonómicos y locales derivados del 28M, astutamente previstos por los socialistas) fueron los que el mes pasado movilizaron a miles de votantes moderados, que terminaron apostando sin ninguna convicción por Sánchez con tal de no ver a Abascal en el Consejo de Ministros. La dirección de Génova hizo un mal negocio, probable fruto de una errónea sensación de seguridad, conquistando unas pocas comunidades y ayuntamientos a cambio de perder la Moncloa. En cualquier caso, puede que la ruptura visualizada este jueves entre PP y Vox sea un primer indicio de que los populares se han fijado como único escenario de futuro una mayoría absoluta en las siguientes generales, favoreciendo la irrelevancia de la extrema derecha e intentando recuperar el centro político. Veremos si la legislatura confirma esta hipótesis.

La segunda noticia parlamentaria de esta semana ha sido el respaldo de Junts a Francina Armengol, resolviendo aparentemente el conflicto interno que se vislumbraba en el partido independentista, donde se enfrentaban el sector más pactista y el clan que defiende un modelo maximalista de construcción nacional que sólo ven viable ellos mismo (incluso, sólo algunos de ellos). Para superar esta divergencia, tratándose de una formación profundamente personalista, todas las miradas se dirigieron a Waterloo, esperando a que el “president legítim” apuntase con su pulgar hacia arriba o hacia abajo. Parece que Carles Puigdemont aceptó finalmente conceder su bendición a un acuerdo “con los del 155”, una decisión que ha sido recibida con cierta extrañeza por algunos. ¿Acaso los aires bruselenses han conseguido que el expresident baje del monte, convencido de la necesidad de retomar la senda de acuerdos constructivos que caracterizó la política convergente durante décadas? Sospecho que no.

Más bien, con este paso, Puigdemont resuelve el gran problema que le acechaba personalmente de forma urgente: su absoluta invisibilidad e intrascendencia. En efecto, hacía tiempo que a nadie le interesaba lo más mínimo la opinión del expresident sobre ningún tema, salvo quizás a un grupúsculo cada vez más friki de incondicionales. Se sabía que continuaba en Bélgica, como San Nicolás en Laponia, pero poco más. Incluso la política estrictamente catalana se desarrollaba de forma crecientemente autónoma respecto de su voluntad. Si Junts hubiera optado por enrocarse esta legislatura en el escenario estatal, lo más probable es que hubiéramos acabado repitiendo elecciones hasta que su papel no fuera necesario. Y esa estrategia no habría hecho otra cosa que perpetuar e intensificar su total insignificancia.

Sin embargo, las matemáticas fueron generosas en los comicios de julio, y los posconvergentes tienen actualmente la llave de la mayoría en el Congreso. No es fácil que esta posición privilegiada se repita. Precisamente por ello, es probable que Junts acabe sometiéndose a las líneas rojas socialistas (al margen de los discursos épicos que sigan repitiendo para mantener la temperatura ambiental entre sus simpatizantes) porque es la única manera de rentabilizar la actual aritmética parlamentaria en beneficio de su máximo dirigente. Efectivamente, si finalmente se consolida un bloque izquierdista y soberanista de sustento a Sánchez, todos volveremos a mirar hacia Waterloo para ver hacia dónde apunta el pulgar de Puigdemont cada vez que vuelva a ser necesaria una mayoría absoluta en la Cámara. Sin duda, se trata de una posición que los posconvergentes no pueden desperdiciar, aunque sea a cambio de rebajar sus pretensiones negociadoras. Ni en sus sueños más húmedos habrían imaginado un escenario similar.

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