La batalla del centro



Publicado en el Diari de Tarragona el 11 de junio de 2023


Sería fantástico que la inmensa mayoría de los votantes analizaran concienzudamente los programas electorales que los principales partidos presentan de cara a los inminentes comicios generales, para verificar si las medidas que proponen encajan con la propia opinión sobre el modo en que deben encararse los próximos años a nivel estatal. Sin llegar a eso, tampoco estaría mal que la ciudadanía evaluase cada candidatura, revisando su trayectoria reciente y la hoja de servicios de los aspirantes incluidos en las listas, con el fin de elegir una papeleta con cierto fundamento objetivo. Incluso, como mal menor, podría incluso ser razonable que cada elector decidiera su voto identificando simplemente el ideario general que encaja de forma más ajustada con la propia visión de la vida. Sin embargo, intuyo que el próximo 23J será otro el criterio prioritario a la hora de apostar por un proyecto político concreto.

Sin ir más lejos, justo antes de las elecciones municipales, hace apenas unas semanas, escribí en estas mismas páginas que son cada vez más los votantes que reconocen haber dejado de acudir a las urnas por adhesión, pero siguen cumpliendo con el ritual de introducir la papeleta por repulsión. Es decir, no apuestan por unas siglas porque aprueben las medidas que proponen, los candidatos que presentan o el ideario general que defienden, sino simplemente por impedir que acabe gobernando alguien que todavía les convence menos. Y me temo que este fenómeno, tan triste como creciente, se multiplicará en las generales del próximo julio.

En efecto, por mucho que algunos se empeñen en negarlo, todo apunta a que un amplio sector del cuerpo electoral decidirá su voto entendiéndolo como una herramienta para evitar que conquiste la Moncloa el partido que lidera el bloque contrario, pero sobre todo la formación extrema que le acompañará como comparsa inevitable. Así, desde el centro conservador hasta la extrema derecha probablemente se produzca una gran movilización para desalojar a Sánchez, pero sobre todo para expulsar a Podemos/Sumar del consejo de ministros. Del mismo modo, desde el centro progresista hasta la extrema izquierda es previsible que se acuda en masa a los colegios electorales para frenar el regreso del PP al poder, pero sobre todo para impedir que tipos como Ortega Smith marquen la agenda gubernamental durante los próximos cuatro años.

En este sentido, una de las grandes incógnitas de cara al resultado del 23J probablemente sea la posición mayoritaria que tomen los votantes nítidamente centristas, en medio de una confrontación maniquea entre rojos y azules. ¿Qué es peor, volver a soportar los desvaríos morados, ahora blanqueados por Yolanda Díaz (tras una bochornosa negociación, reducida a un descarado reparto de sillones), o permitir que Abascal tenga la llave para la aprobación de cualquier iniciativa del futuro gobierno (un poder que utilizará para intentar reventar el modelo de convivencia que nos hemos dado durante las últimas décadas)? Ciertamente, el regusto lamentable que ha dejado Podemos durante la última legislatura constituye un arma poderosísima para los conservadores, pero la posibilidad de ver a una formación ultra en el ejecutivo provoca un rechazo brutal en amplios sectores de nuestra sociedad, no necesariamente de izquierdas.

Sin duda, el impacto que podría suponer la eventual llegada de Vox al gobierno sería especialmente intenso en Euskadi y Catalunya, donde se prevé un buen resultado de los socialistas apelando a la concentración del voto útil, así como una radicalización (al menos, verbal) de peneuvistas y republicanos, tras comprobar hace dos semanas que su estrategia de moderación les ha hecho perder posiciones en un tablero muy tensionado.

A pesar de estas coincidencias, la eventual coronación de Abascal probablemente tendría efectos prácticos muy dispares en ambas comunidades por sus diferentes idiosincrasias: aunque a una gran mayoría social vasca se le pondrían los pelos como escarpias, lo cierto es que Euskadi disfruta de un modelo relativamente blindado gracias al régimen foral (es el territorio que, sin llegar a ser un estado independiente, goza de la mayor capacidad de autogestión en toda la UE); por el contrario, Catalunya ejerce una autonomía que muchos consideran insuficiente o inconclusa, motivo que ha provocado recientemente un doloroso período de fractura social y caos político, cuyos rescoldos siguen brillando en la oscuridad. Espero equivocarme, pero apuesto a que una victoria de PP y Vox volvería a sumergirnos irremisiblemente en una nueva etapa de tormenta procesista de forma casi instantánea. Todo el trabajo de distensión realizado durante los últimos años, por el retrete.

Suele decirse, acertadamente, que los resultados locales no pueden extrapolarse automáticamente al escenario estatal. Y algunos utilizan esta constatación histórica para cuestionar que las recientes y deprimentes cifras de la izquierda vayan a repetirse en julio, cuando en realidad es al revés. En efecto, el debilitamiento del PSOE y el hundimiento de Podemos hace dos semanas fue consecuencia de un castigo global al gobierno de coalición, aunque se atenuó por el reconocimiento que algunos candidatos locales y autonómicos merecían por el buen trabajo realizado en sus respectivos territorios. Este factor moderador local al voto de castigo a la Moncloa no concurrirá el 23 de julio, de modo que lo más plausible sería pensar que la tendencia bajista de la izquierda y la alcista de la derecha se agudicen en las generales.

¿Cómo pueden los socialistas revertir este pronóstico? En mi opinión, abandonando la retórica épica y maximalista del frente de izquierdas (el progresismo ya estará suficientemente movilizado cuando PP y Vox comiencen a pactar las instituciones ganadas en las últimas elecciones), alejándose de la calamitosa herencia podemita, y mostrando una imagen más transversal que permita ampliar su espectro de votantes hacia el centro moderado. Puede que ahí esté la batalla.

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