El nuevo chapapote



Publicado en el Diari de Tarragona el 18 de junio de 2023


Esta semana se ha hecho público el pacto entre el PP de Alberto Núñez Feijóo y sus socios de Vox para gobernar conjuntamente la Comunidad Valenciana. El presidente de los populares llevaba semanas insistiendo en que su partido demostraría su voluntad de consolidarse como la gran formación moderada que daría carpetazo a una época de radicalidad. Sin embargo, a las primeras de cambio, ha firmado con la ultraderecha un acuerdo de coalición que constata lo que todos intuíamos: que el PP será un rehén de Vox durante los próximos años, ante la inexistencia de mayorías absolutas y su incapacidad para lograr pactos alternativos. Y así, para poder destronar a los socialistas del ejecutivo valenciano, no ha dudado en sucumbir a las presiones de la extrema derecha, concediéndole la posición privilegiada que todos nos temíamos. Se veía venir.

Por resumir el contenido del acuerdo, que revienta el rumbo que Génova presuntamente había marcado para las negociaciones derivadas de los recientes comicios municipales y autonómicos, el partido de Abascal y Ortega Smith ha arrancado de los populares varias sustanciosas conquistas, como la presidencia de las Cortes Valencianas o la vicepresidencia del gobierno. Además, Vox dirigirá varias consejerías, como la de Agricultura (cuestionando la emergencia climática), Justicia e Interior (presentando un candidato condenado por violencia de género) o Cultura (designando como consejero al torero Vicente Barrera Simó). Aun así, Alberto Núñez Feijóo telefoneó a Carlos Mazón para felicitarle por el acuerdo y bromear sobre el magnífico futuro que les aguarda, según declaraciones del propio líder popular en la comunidad.

Los efectos de este pacto sobrepasan las fronteras de la autonomía implicada, por diversos motivos. Primero, porque da alas a Vox, que cuenta ya con una prueba empírica que acredita la fuerza de su posición negociadora. Segundo, porque marca el sendero para los inminentes pactos que los dos partidos conservadores tienen pendientes de firmar en diversas ciudades y comunidades autónomas como Baleares, Extremadura o Aragón. Tercero, porque demuestra que los populares están dispuestos a entregar a la ultraderecha amplios espacios de poder con tal de recuperar el gobierno. Y cuarto, porque augura lo que probablemente sucederá a nivel estatal si PP y Vox suman mayoría absoluta en las próximas elecciones generales de julio, tal y como reflejan la mayoría de encuestas publicadas hasta la fecha.

No hace falta ser adivino para atisbar el terremoto que nos espera si el partido de Abascal arranca a Feijóo una parte del pastel equivalente en la Moncloa. La extrema derecha ha sido muy clara sobre este particular desde hace tiempo, explicitando que nunca regalaría a los populares su apoyo en ninguna institución. Tampoco lo hará el 23J. Y tiene su lógica, porque Vox está muy lejos de ser un partido consolidado (de hecho, las encuestas le adjudican un retroceso significativo en las generales). Por ello, debe imponer su relato para dar sentido a su propuesta política ante aquellos españoles que exigen un cambio radical en temas tan variados como relevantes. Si los ultras mostrasen cierta domesticación sistémica ante sus electores potenciales, lo más previsible es que la mayoría de ellos acabasen votando al PP: mejor el original que la copia. Sólo hay un modo de frenar la reabsorción popular: caña (especialmente, me temo, en asuntos con especial carga emocional para su votante medio, como la plurinacionalidad española reconocida por la Constitución, la supervisión de la educación transferida a las autonomías, o el siempre polémico régimen de las lenguas cooficiales).

A pesar de estas amenazas evidentes, mi percepción personal es que una gran parte del electorado moderado duda sobre qué hacer el próximo 23 de julio, tras un final de legislatura lleno de ruido y desconcierto, provocados fundamentalmente por la radicalidad y la torpeza de Podemos. Ciertamente, no es fácil decidir si queremos ver en el Consejo de Ministros a toreros jubilados o a revolucionarios woke. La tendencia irrefrenable al exceso y al disparate que exhiben los socios de PP y PSOE es el principal problema que arrastran los líderes de ambos partidos, convertido en una especie de pegajoso chapapote que enfanga cualquier intento por parecer mínimamente centrado. Aquí se encuentra uno de los principales motivos por los que Pedro Sánchez adelantó las elecciones, con la esperanza de que Feijóo tuviera que aparecer a final de campaña totalmente embarrado por sus pactos municipales y autonómicos con Vox. Y es ésta la causa fundamental por la que el PP está intentando retrasar todo lo posible sus acuerdos con la extrema derecha, mientras los ultras aprietan el acelerador para llegar fortalecidos a los próximos comicios.

La pregunta es clara: ¿quién llegará más alquitranado al 23J? El voto de centro, que es la variable que suele decantar normalmente las elecciones, depende de ello. Pedro Sánchez ha comenzado la precampaña sumergido en toneladas de chapapote podemita, aunque tiene un mes para intentar quitárselo de encima, siempre que apueste por renegar de los desvaríos que sus socios han abanderado durante estos años: un dogmatismo asfixiante en temas sumamente discutibles, un ansia creciente por reducir los espacios de libertad económica, una banalización imperativa de la identidad sexual, un indisimulado compadreo con la okupación, una soberbia incapacitante para reconocer errores de bulto, etc. Por su parte, Alberto Núñez Feijóo inició esta competición absolutamente impoluto, pero acuerdos de coalición como el valenciano (que veremos reproducidos próximamente en otros territorios) provocarán que empiece a sentir cómo ese líquido viscoso comienza a subir por sus pantorrillas. Probablemente, la velocidad a la que uno se limpie y el otro se pringue, respectivamente, será el factor que marque finalmente el destino de ambos. Y el de todos nosotros.


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