Indignación selectiva por el modelo electoral



Publicado en el Diari de Tarragona el 25 de junio de 2023


La constitución de los gobiernos locales del pasado fin de semana ha devuelto a la actualidad un tema tan recurrente como cansino (incluso enervante): la legitimidad para firmar coaliciones municipales que, según algunos, no reflejan fielmente la “voluntad del pueblo”, un concepto tan elástico y subjetivo que nadie se pone de acuerdo en qué consiste realmente. Como dijo Jack el Destripador, vayamos por partes.

El modelo electoral vigente consiste básicamente en un sistema de democracia representativa que instaura la elección indirecta de los cargos ejecutivos. Los ciudadanos no designamos al presidente del gobierno, sino a los diputados que lo nombran por mayoría. Tampoco decidimos expresamente quién será el presidente de nuestra comunidad autónoma, sino que elegimos a los parlamentarios que lo harán en nuestro nombre. Y en el ámbito local, tampoco existe elección directa del alcalde, sino de los concejales que votarán a la persona que ostentará la máxima representación municipal.

Esto es lo que hay. De hecho, es uno de los modelos más habituales en las democracias liberales de nuestro entorno. Sin duda, es un proceso que puede mantenerse como está o bien cambiarlo por otro, pero mientras no se reforme, éstas son las reglas del juego para todos. Como ya sabemos por experiencia, este procedimiento permite que el partido más votado no consiga gobernar, si se produce un acuerdo de otras formaciones que sume el respaldo suficiente. ¿Esta posibilidad es compatible con el respeto a la voluntad del pueblo? En mi opinión, evidentemente sí. Y me explico.

Si un pacto entre diferentes siglas obtiene un apoyo superior a la candidatura ganadora, eso significa sencillamente que los representantes de una mayor proporción de la ciudadanía pueden conjuntamente desbancar a los representantes de un sector más reducido, aunque pertenezcan a la candidatura más votada. En definitiva, consagra que lo relevante es el peso representativo de unos y otros, y no el metal de la medalla. ¿Acaso no consiste exactamente en eso un régimen democrático? Estamos hablando de representatividad política, no de una carrera de cien metros vallas. En este sentido, sorprende tanto revuelo porque el segundo, tercer o cuarto partidos sumen sus fuerzas en la elección de un alcalde o presidente, si cuentan con un aval ciudadano más potente que la primera fuerza en solitario o con apoyos menores. De cajón.

Aun así, ¿sería mejor instaurar una segunda vuelta? Quizás sí, pero eso no resta un ápice de legitimidad al modelo de democracia representativa actualmente en vigor. Al menos, con esa reforma nos evitaríamos estas polémicas agotadoras y aburridísimas, aunque no existe ninguna fórmula mágicamente perfecta. De hecho, la doble vuelta tiene como inconveniente la tendencia al frentismo en una elección final con tintes maniqueos, mientras que nuestro sistema favorece una dinámica de acuerdo entre discrepantes que frecuentemente termina desembocando, a veces de forma insospechada, en un justo medio bastante razonable. Es lo que ha pasado, en mi opinión, en el ayuntamiento de Barcelona.

Si analizamos los resultados municipales en la capital catalana desde la perspectiva del eje derecha-izquierda, una mayoría de los concejales elegidos directamente por la ciudadanía defendían posturas progresistas, concretamente 24, frente a los 17 situados desde el centro hacia la derecha. Paralelamente, en clave de modelo territorial, los partidos independentistas lograron tan solo 16 escaños, de un total de 41. En consecuencia, si de lo que se trataba era de que el gobierno municipal reflejase de la forma más certera posible la posición política media de la ciudadanía que representa, parece lógico concluir que el mejor alcalde para Barcelona debía situarse en el espacio de la izquierda no soberanista. Tal cual.

Sin embargo, no fueron pocos los que saltaron como resortes cuando se supo que los Comuns votarían a Collboni para frenar las aspiraciones de un candidato que llegaba con el objetivo declarado de dinamitar la herencia de Colau, y que el PP haría lo propio para evitar que el gobierno local fuera liderado por una coalición independentista, motivos ambos perfectamente comprensibles y previsibles para apostar por el candidato del PSC, se compartan o no. Aun así, la matraca ha sido atronadora: “¡No se ha respetado la voluntad del pueblo! ¡Contubernio en Madrid!”

En efecto, han sido muchas las enérgicas protestas por el resultado de la votación que ha frustrado el retorno de Trías a la alcaldía barcelonesa: “se han juntado los perdedores para robar el poder al verdadero ganador”. Intenté hacer memoria, pero no pude recordar la airada indignación de estas mismas personas cuando otro acuerdo “de perdedores” hizo alcalde de Tarragona a Pau Ricomà hace cuatro años, pese al triunfo del socialista Josep Fèlix Ballesteros. Tampoco conseguí rememorar sus vehementes objeciones cuando otro pacto “de perdedores” convirtió en President de la Generalitat a Pere Aragonès, tras la victoria electoral de Salvador Illa en 2021. Pero es que ni siquiera hacía falta mirar atrás: el pasado fin de semana, un acuerdo de partidos independentistas arrebató legítimamente la alcaldía de Girona al PSC, que había sido la candidatura vencedora en las urnas.

Si se quiere defender un discurso mínimamente honesto y coherente, o al menos que lo parezca, convendría dejar de señalar la paja en el ojo ajeno sin ver la viga en el propio. Se puede estar a favor del modelo actual, o proponer una reforma para instaurar una segunda vuelta o adjudicar el poder automáticamente a la fuerza más votada. ¡Pero siempre! Cuando beneficia y cuando perjudica. Quien manifiesta una indignación temporal y selectiva ante este tipo de acuerdos, demuestra que su problema no es el sistema electoral, sino una incontenible pataleta porque los suyos han perdido el poder. Sin más. Un poco de sentido del ridículo, por favor, que no hemos nacido ayer.

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