Sobredosis de Realpolitik


Publicado en el Diari de Tarragona el 27 de marzo de 2022


Es probable que la mayor conquista de la humanidad, al margen de los avances científicos, haya sido la progresiva generalización de un modelo de convivencia basado en el sometimiento universal a la ley. Aunque a veces pueda parecer lo contrario, el desarrollo de los marcos jurídicos normativos modernos suele tener entre sus metas la protección de quien carece de fuerza para defenderse frente a una contraparte que actúa desde una posición de superioridad comparativa. Por poner algunos ejemplos, uno de los objetivos del derecho laboral es poner límites al poder de las empresas en sus relaciones con los trabajadores, el derecho administrativo frena el despotismo y la arbitrariedad del aparato público frente a la ciudadanía, el derecho internacional evita que el simple imperio de la fuerza sea el principio que rija el concierto entre países, el derecho mercantil restringe las situaciones de monopolio u oligopolio que reduzcan la competencia en perjuicio de los consumidores, etc.

En este sentido, podría decirse que los sistemas normativos vigentes tienden a impedir que el pez grande se coma impunemente al pequeño, equilibrando la balanza con la mirada puesta en un horizonte tendencial de justicia objetiva. Ciertamente, algunos pensábamos que a estas alturas de la historia, ya fuera en el ámbito interno o a nivel exterior, el respeto a la legalidad debería ser la base indiscutible que marcase las relaciones entre individuos y colectivos. Lamentablemente, los acontecimientos vividos este último mes nos han despertado a algunos de esta ingenua ensoñación.

Hace apenas cuatro semanas, el presidente ruso ordenó la invasión de Ucrania, poniendo como excusa el coqueteo de Kiev con la OTAN. Al margen del mayor o menor acierto de dicha incorporación desde la perspectiva de la oportunidad, nadie puede cuestionar el legítimo derecho de un Estado reconocido y soberano a integrarse en una organización indiscutiblemente legal (como inciso, dejemos de engullir acríticamente la falsa comparación rusa de esta situación con la crisis de los misiles cubanos, pues la inmensa mayoría de miembros de la OTAN carecen de este tipo de bases: pertenecer a esta organización y albergar misiles ofensivos no es equivalente en modo alguno, y toda la comunidad internacional habría entendido y aceptado el veto moscovita a una instalación de este tipo). En cualquier caso, cabría esperar que el resto de países hubieran respaldado y ayudado sin fisuras a la víctima, como ha sucedido en otras ocasiones, para evitar que la ley del más fuerte terminara imponiéndose, con efectos pedagógicamente letales a corto y medio plazo en otros escenarios homologables. Sin embargo, a pesar de la condena internacional prácticamente unánime (salvando algunos países de calidad democrática mayoritariamente lamentable), el miedo al poderío militar del agresor ha impedido, por ejemplo, atender la solicitud de Zelenski de cerrar su espacio aéreo para limitar la carnicería provocada por la aviación rusa. Pese a la admirable y numantina resistencia de su población, ya nadie duda de que Ucrania deberá someterse al chantaje de Vladimir Putin si no desea ver su país reducido a cenizas. El pez grande se comerá al pequeño. Y punto.

Paralelamente, el pasado día 17 se hizo pública una carta de Pedro Sánchez al rey Mohammed VI, cuyo contenido representa un drástico cambio de rumbo en la política exterior española, que supone aceptar la absorción del Sahara Occidental por el reino de Marruecos. Este viraje no sólo podría crear un conflicto con Argelia y contraviene abiertamente el programa electoral socialista de 2019 (que en su página 286 defiende el derecho de autodeterminación saharaui), sino que además choca frontalmente con la legalidad internacional. Efectivamente, esta zona está reconocida como ‘Territorio No Autónomo’, y según la Resolución 2625 de la ONU, dicha consideración se mantendrá hasta que “el pueblo de la colonia o el territorio no autónomo haya ejercido su derecho de libre determinación de conformidad con la Carta” (por cierto, esta situación coloca a España como potencia administradora provisional del territorio, aunque lleve décadas mirando hacia otro lado, apoyándose en el eufemístico concepto de “neutralidad activa”). Aunque este estatus del Sahara Occidental ha sido también confirmado en diferentes sentencias de los tribunales europeos sobre la explotación de sus recursos naturales, este reconocimiento jurídico terminará convertido en papel mojado una vez más, en aras de una reconfiguración geoestratégica que exige dejar a los saharauis en la estacada. El pez grande se comerá al pequeño. Y punto.

Pido mil disculpas por el intolerable pardillismo que aparentemente supone creer y confiar en el marco jurídico internacional. Aun así, me gustaría pensar que la mentalidad que nos ha permitido avanzar como civilización se ha construido precisamente gracias a la superación del ‘ser’ para enfocarnos en el ‘deber ser’. Podemos parafrasear a Sandro Giacobbe, y agarrarnos a que “la vida es así, no la he inventado yo”. Pero también podemos pensar que esa actitud habría hecho imposible el sufragio universal, los derechos laborales, la erradicación de la esclavitud, la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, etc.

Por último, me gustaría pedir a quienes defienden bajar los brazos, tanto en el conflicto ucraniano como en el saharaui, que jamás vuelvan a utilizar el respeto a la ley como argumento de sus reflexiones. No parece coherente exigir que se mueva cielo y tierra para la defensa de los derechos que nos benefician, y apelar a un tibio pragmatismo fatalista cuando las víctimas de la injusticia viven a miles de kilómetros. Lo que estamos viviendo equivale a que nuestra policía prometiese defendernos contundentemente de asesinos y violadores, salvo que acudieran bien armados, en cuyo caso sólo les impondría una multa. Si apelamos a la legalidad como paraguas frente a la injusticia, negar esa protección a los demás dice mucho de nosotros mismos. Y no bueno, precisamente.

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