La tentación del apaciguamiento


Publicado en el Diari de Tarragona el 30 de enero de 2022


Imaginemos, por un momento, un país hipotético del Viejo Continente. Fue una gran potencia en el pasado, pero durante los últimos tiempos ha sufrido unas convulsiones internas y externas que han provocado el colapso del sistema. Su antiguo poderío militar y capacidad de influencia en la escena internacional están bajo mínimos, y su modelo productivo hace aguas por todas partes. Los datos macroeconómicos son pésimos y el desempleo aumenta de forma exponencial. La población, empobrecida y desesperanzada, es presa fácil de los charlatanes de la política demagógica. Los viejos comunistas creen que pueden pescar en río revuelto, pero en este contexto crítico aparece una figura que sabe cómo apelar al orgullo nacional para concitar el respaldo de una ciudadanía que piensa más en comida que en libertad. Su discurso, con un fondo ideológico desacomplejadamente totalitario, reaviva los rescoldos del patriotismo popular para recuperar una confianza colectiva que parecía muerta.

Aprovechando la debilidad de una democracia agrietada, este protagonista secundario del pasado perdido logra escalar hasta lo más alto del poder, ante el desconcierto de quienes ven en él una amenaza evidente para los derechos fundamentales. Poco a poco, va socavando los cimientos del aparato representativo hasta convertirlo en una parodia de lo que debería ser. Paralelamente, impone una estrategia de mano de hierro frente a los medios de comunicación, que desdibuja progresivamente la libertad de prensa reconocida constitucionalmente, y que acaba convertida en una mera declaración formal sin el menor reflejo en la realidad. Este peligroso oportunista, con una capacidad colosal para mostrarse ante sus conciudadanos como el mesías que traerá el orden que tanto anhelan, logra que su inquietante mensaje sea el único que puede oírse de punta a punta de la nación.

La propaganda gubernamental difunde a bombo y platillo una reactivación económica mucho menos sólida y rigurosa de lo que parece. Algunos colectivos empiezan a sufrir en sus carnes el despotismo del nuevo líder, y se inicia una creciente persecución contra ciudadanos considerados peligrosos para el nuevo régimen, como opositores y homosexuales. Y pronto comienza a emerger también el sustrato militarista, supremacista y expansionista que subyacía al proyecto del siniestro mandatario. Las pequeñas y débiles naciones de su entorno son las primeras en sufrir los azotes del recuperado orgullo imperial. Mientras tanto, los países del oeste europeo miran hacia otro lado, de forma tan insensata como suicida, pensando que estas disputas territoriales les tocan muy lejos y nunca les salpicarán.

La pasividad del resto del mundo envalentona al peligroso dirigente, quien comienza a sentirse libre para hacer lo que quiera en unas regiones limítrofes que no pertenecen a su país, pero donde considera que le asiste un derecho autoconcedido para controlarlas, invadirlas o subyugarlas a su antojo. Esta falta de respuesta internacional favorece una intensificación de su expansionismo, que es criticado desde la mayoría de cancillerías, pero de forma puramente testimonial. Los gobiernos del resto del continente y EEUU no quieren entrar en un conflicto abierto, en aras de un pacifismo mal entendido, que en realidad se traduce en un sometimiento evidente a los deseos del nuevo emperador. Nadie se atreve a pararle los pies, dejando a sus pobres vecinos desamparados y a los pies de los caballos. Y el buenismo biempensante defiende la inacción, con un lirio en la mano, frente a la impunidad del agresor.

A estas alturas, algún lector se estará preguntando si estamos hablando de la Alemania de Hitler o de la Rusia de Putin. Sospecho que este relato podría tener ambos episodios como protagonistas. El primer caso ya es trágico pasado, y sabemos cómo acabó. El segundo es preocupantemente actual, y su resolución es todavía una incógnita. Parece evidente que el nuevo zar no tiene como objetivo la conquista del continente, un deseo que sí parecía anidar en la trastornada mente del austríaco, pero sí es posible establecer un paralelismo sobre las letales experiencias de contemporización que han caracterizado la trayectoria europea de los últimos cien años.

Existen individuos que recurren metódicamente al uso de la fuerza, desde grandes conquistadores hasta matones de barrio, y parece que éste es el único lenguaje que entienden también en sentido inverso. Sin duda, resultan loables los llamamientos internacionales para frenar la escalada bélica en Ucrania, como la del Papa Francisco, pero constituiría un reduccionismo simplón entender la paz como la simple ausencia de violencia física. No tiene nada de pacífica una dinámica en la que un chantajista reclamó ayer diez y se le permitieron cinco, hoy arrampla veinte y se le dan diez, y mañana exigirá cuarenta y se le cederán veinte. Repasar la historia debe servirnos para no repetir los mismos errores, y cometeríamos una equivocación imperdonable si volviéramos a confundir paz con apaciguamiento. Esperemos que occidente no se vea obligado a intervenir militarmente, pero la respuesta debe ser lo suficientemente contundente para cortar de raíz la espiral de extorsión que ha caracterizado la política exterior rusa de los últimos años.

Quizás sea el momento de recordar las sabias palabras que Winston Churchill dedicó al pusilánime Arthur Neville Chamberlain en el parlamento de Westminster, tras firmarse el Acuerdo de Múnich, por el que se aceptaba la anexión nazi de los Sudetes: “La hora de la verdad no ha hecho más que comenzar. Esto no es más que el primer sorbo, el primer anticipo de una copa amarga que nos ofrecerán año tras año, a menos que, mediante una recuperación suprema de la salud moral y el vigor marcial, volvamos a levantarnos y a adoptar nuestra posición a favor de la libertad, como en los viejos tiempos. Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra: elegisteis el deshonor, y ahora tendréis la guerra”.

Comentarios

  1. Cosetia del Sur, Abjasia, Crimea, Donestsk, Lungasnk, Transnistria....El líder supremo primero coloniza la región y hace depender su comercio y el suministro de energía de la gran madre Rusia, y después invade.

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