La justicia por su mano


Publicado en el Diari de Tarragona el 9 de enero de 2022


Posiblemente, lo que define de forma más atinada el modelo de convivencia de una colectividad no es el sistema que lo regula, sino los valores que subyacen a esta estructura y que dan sentido al aparato creado para garantizar dichos cimientos jurídicamente protegidos. En ese sentido, lo esencial de una civilización es el modelo de sociedad al que aspira, siendo el sistema legal una simple herramienta a su servicio, no al revés. Y si la estructura normativa y jurisdiccional no es eficaz a la hora de garantizar y reforzar los valores que dice preconizar, el problema que se plantea es realmente serio, pues las sociedades avanzadas se construyen sobre la renuncia individual a la defensa de los propios derechos a cambio de que sea el aparato público el que lo haga en nuestro nombre.

Entre las ideas de fondo que cimentan una democracia liberal como la nuestra, podemos encontrar desde objetivos más o menos genéricos y tendenciales (como propiciar una interrelación pacífica entre la ciudadanía, basada en una convivencia cívica y colaborativa), hasta derechos concretos que sustentan el modelo colectivo. Por ejemplo, nuestro sistema ha consolidado entre sus pilares fundamentales el respeto a la propiedad privada, y la protección de los derechos que se derivan de ella. En este sentido, la administración debe garantizar eficazmente a sus ciudadanos el disfrute de aquello que les pertenece legítimamente, un deber público que incluye la persecución y represión inmediata y contundente de aquellos comportamientos que lo impidan.

Probablemente, a estas alturas, algún lector estará pensando que el contenido de este artículo es lo más obvio que ha escuchado desde hace meses. Pues debería serlo, pero lamentablemente parece que no lo es. En efecto, hace apenas un par de semanas, los habitantes de El Catllar vivieron un nuevo episodio de okupación que ha evidenciado la persistencia de un problema que parece no tener fin.

La víctima de este suceso, Janet Pepper, llevaba un cuarto de siglo viviendo en la urbanización Mas Blanc. El pasado otoño, con 75 años de edad, decidió trasladarse a un piso de Altafulla y poner su chalet en venta. En diciembre ya había firmado el contrato de arras con un interesado. Sin embargo, el día de Sant Esteve, unos vecinos le avisaron de que unos tipos habían entrado en el inmueble reventando la cerradura, y la dueña denunció inmediatamente el hecho ante los Mossos d'Esquadra. El juicio rápido debía celebrarse el pasado día 29, pero se aplazó por un problema de notificación a los okupas, posponiéndose la vista hasta el próximo 20 de enero. Como es natural, los residentes de la urbanización estallaron, tanto por solidaridad con la víctima, como por la evidencia de que este tipo de incidentes hace perder valor a sus propiedades de forma inexorable. Lógicamente, nadie quiere comprar un chalet en una zona conocida por haber sufrido okupaciones, como ya es tristemente constatable en conocidas poblaciones turísticas de la Costa Daurada. Hartos de la situación, los residentes organizaron una concentración para ayudar a Janet Pepper a recuperar su vivienda. Y lo lograron, cortando un candado mientras los usurpadores no se encontraban en el inmueble.

Este episodio, desde la perspectiva de un ciudadano de a pie, constituye un triunfo épico de la solidaridad vecinal y la justicia frente a la barbarie y la ley de la jungla. Sin embargo, desde la óptica jurídica, la entrada de la dueña en su propiedad podría representar una ilegalidad… perpetrada por la propia titular de la casa. Afortunadamente, la legítima propietaria del inmueble ha recuperado la posesión del chalet, porque los okupas no lo han reclamado desde entonces. Por si acaso, trescientos residentes han hecho guardia por turnos para protegerla desde entonces. Aun así, esta semana hemos conocido, a través de estas mismas páginas, que la policía autonómica ha abierto diligencias contra la propietaria y sus vecinos por la posible comisión de un delito de allanamiento, que de acuerdo con el artículo 202.1 del Código Penal, castiga con pena de prisión de seis meses a dos años al “particular que, sin habitar en ella, entrare en morada ajena o se mantuviere en la misma contra la voluntad de su morador”, aunque se haga sin violencia ni intimidación, pues de los contrario la pena puede dispararse hasta los cuatro años de cárcel.

El sentido común nos dice que todo este proceso ha sido un disparate. No tiene lógica que una propietaria vea demorada la expulsión instantánea de un okupa, pese a acreditar un título que la legitima frente a la caradura más absoluta de la otra parte. No tiene lógica que se investigue a los vecinos que ayudan a una señora mayor a recuperar su propia casa. No tiene lógica cargar las tintas contra los Mossos, que simplemente hacen su trabajo. Otro tanto podría decirse de la mayoría de tribunales, que no hacen sino cumplir estrictamente lo que dice la ley. ¿Dónde hay que apuntar? Evidentemente, al legislador. Es delirante que la ley proteja al “morador”, en vez de al “legítimo morador”, despreciando al particular que ve violentada su propiedad y debe enfrentarse a una lenta y pesada maquinaria legal.

Nadie debería tomarse la justicia por su mano, sin duda. Pero esta afirmación no quiere decir que deba exigirse a la ciudadanía una paciencia heroica e infinita frente a la injusticia. Significa que debemos dotarnos de un sistema eficaz que impida que nadie sienta la necesidad de hacerlo, porque los representantes del poder público cumplen su deber de garantizar nuestros derechos. Para eso están. Y si no lo saben hacer, que se dediquen a otra cosa.

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