Una negociación en tres dimensiones


Publicado en el Diari de Tarragona el 28 de febrero de 2021


El acuerdo postelectoral para la conformación de un gobierno estable no suele ser un reto sencillo, especialmente en contextos parlamentarios muy fraccionados. Ciertamente, somos hijos de una tradición de partidos mayoritarios, donde los ejecutivos se construían habitualmente buscando una simple muleta para la formación vencedora cuando ésta no lograba mayoría absoluta, a cambio de contraprestaciones concretas que no alteraban el rumbo general de la legislatura. Así ha sucedido durante décadas en el Congreso español, donde PNV y CiU ejercieron este rol accesorio para consolidar los sucesivos gobiernos de PP y PSOE. Y algo parecido sucedió durante la prolongada hegemonía convergente en la Generalitat.

Sin embargo, las cosas han cambiado de un tiempo a esta parte. Tanto a nivel catalán como estatal, los partidos triunfadores están alcanzando un número de escaños sensiblemente alejado de la mitad más uno en sus respectivas cámaras. Este nuevo entorno obliga a soldar ejecutivos de partidos con fuerza no necesariamente igual pero sí próxima, o complejos sudokus parlamentarios que demandan la participación necesaria de un número significativo de componentes. Y esta realidad novedosa, donde la mera transacción puntual ya no es suficiente, obliga a repensar los criterios aplicables en la política de acuerdos.

Son muchos los países con larga tradición de coaliciones, que normalmente se desarrollan en una única dimensión: la puramente ideológica. Así, es habitual que el espectro parlamentario siga una línea compuesta por formaciones de extrema izquierda, izquierda, centro, centro derecha y extrema derecha. Con este punto de partida, las alianzas de gobierno suelen formarse con secuencias continuas de partidos: por ejemplo, los conservadores con los liberales, éstos con los socialistas, éstos con los comunistas, enlaces similares con un tercer miembro también adyacente, etc. La sigla que lleva la voz cantante en este proceso sólo tiene que mirar a sus lados, coger la calculadora y negociar. Raramente se producen acuerdos saltándose esta cadena de proximidad ideológica. Sería el caso de la vigente coalición entre PSOE y Podemos en el Congreso español.

Sin embargo, existen otros contextos donde los pactos pivotan también sobre una segunda dimensión: el sentimiento de pertenencia nacional. Así, en lugares donde se vive un choque más o menos explícito de identidades, es posible que esta línea se rompa, de modo que el partido que lidera el nuevo gobierno termine prefiriendo ir de la mano de fuerzas diametralmente opuestas en lo ideológico, pero próximas en lo sentimental. Me viene a la cabeza una fotografía que resume de forma paradigmática este fenómeno: el efusivo abrazo entre el convergente Artur Mas y el cupaire David Fernández. Fue el prolegómeno del desconcertante entendimiento posterior entre ambos espacios políticos, que cuajó en la investidura de Carles Puigdemont.

Aun así, la creciente efervescencia de los partidos radicales, sean del extremo que sean, está introduciendo una tercera variable en este juego de distancias y proximidades. Se trata de un factor que va más allá de lo identitario y de lo ideológico, y se fundamenta en los principios básicos de convivencia que la inmensa mayoría de la población considera innegociables. En este sentido, podríamos decir que nos encontramos ante una línea roja moral o cívica, que impide pactar (o debería hacerlo) con aquellas formaciones que cuestionan los cimientos nucleares de una sociedad democrática. Es irrelevante que tengan un programa relativamente próximo, o un sentimiento de pertenencia equivalente. Su forma de actuar y de pensar (o de no pensar) están fuera de los estándares que se consideran admisibles, y acercarse a ellos mancha de forma irremisible a quien osa hacerlo. Da igual que estos grupos hayan logrado esquivar la normativa vigente sobre partidos, porque lo legal y lo ético no siempre van de la mano.

El ejemplo histórico de este fenómeno lo encontramos en Batasuna. Aunque dicha formación tuviera el visto bueno de los tribunales, su indisimulado compadreo con el terrorismo y la kale borroka era una barrera infranqueable que impedía compartir gobierno con sus representantes. Afortunadamente, la violencia ha abandonado definitivamente las calles de Euskadi, y los herederos de este partido comienzan a integrarse de forma progresiva en el normal desarrollo de la vida democrática.

Desde hace unos años, salvando las distancias, sucede algo parecido con Vox. A nadie se le escapa que, durante décadas, la ultraderecha sociológica se encontraba oculta en el magma conservador del PP, una absorción que hoy muchos echamos de menos, porque restaba visibilidad a unos discursos y formas deleznables. Sin embargo, esa realidad incómoda salió un día a la luz, en forma de partido liderado por el antiguo dirigente popular Santiago Abascal. Una vez quitadas las caretas, el auge de esta formación ha introducido en el debate público una serie de parámetros que cuestionan aspectos que muchos consideramos fundamentales en una democracia avanzada. De ahí la exigencia de un cordón sanitario alrededor del grupo ultra, que no siempre se ha respetado.

Actualmente nos hallamos inmersos en un proceso negociador para el diseño del nuevo Govern de Catalunya, tras un escrutinio sumamente fraccionado, y esta tercera dimensión moral vuelve a salir a la palestra. Es lógico que la formación que lidera estos acuerdos se fije prioritariamente en los espacios con quienes comparte mayores afinidades desde el punto de vista de las ideas y los sentimientos de pertenencia. Sin embargo, resulta inadmisible que se pretenda pactar con quienes simpatizan, defienden o incluso jalean a los vándalos que incendian nuestros contenedores, cortan nuestras carreteras, destrozan nuestros negocios y siembran el terror en nuestras calles. Los principios cívicos están por encima del interés político, la ideología y la identidad. O deberían estarlo.

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