La calidad de nuestra democracia


Publicado en el Diari de Tarragona el 14 de febrero de 2021


La actualidad política de la última semana ha venido marcada, al margen de las elecciones catalanas, por unas polémicas declaraciones de Pablo Iglesias, cuestionando que España pueda considerarse actualmente un estado plenamente democrático. Como era de prever, semejante misil mediático ha hecho tambalear los cimientos del ejecutivo, obligando a muchos de sus miembros a salir a la palestra para negar categóricamente dicha valoración. Ciertamente, sorprende que el vicepresidente de un gobierno europeo cuestione la calidad democrática de su propio país.

Parece evidente que el objetivo de esta andanada oportunista era pescar votos para Jéssica Albiach en el caladero soberanista. Todas las encuestas hacer prever que los electores no independentistas, especialmente los de izquierda, concentrarán su voto en la candidatura de Salvador Illa, cuyo éxito probablemente constituya la única posibilidad de evitar un gobierno de JxCAT, ERC y CUP. En ese sentido, tiene lógica estratégica que Podemos y los Comuns lancen la caña en las aguas del rupturismo. A ver si pican.

La respuesta obvia a la controvertida afirmación de Iglesias es acudir a las organizaciones que validan los estándares democráticos a nivel internacional. Es conocido, por ejemplo, el Democracy Index que elabora anualmente The Economist, donde se puntúa de 0 a 10 a casi doscientos países, que terminan clasificados en cuatro grupos diferenciados: democracias plenas (nota de 8 a 10), democracias imperfectas (de 6 a 7,9), regímenes híbridos (de 4 a 5,9) y regímenes autoritarios (por debajo de 4). En el ranking de 2020, España obtuvo 8,12 puntos, por delante de naciones como Estados Unidos, Portugal, Francia, Bélgica, Grecia o Italia.

No se trata de una valoración aislada. Nuestro sistema político ha obtenido una nota de 9,2 sobre 10 en el último informe Freedom in the World, un estudio anual sobre el acceso de la ciudadanía a los derechos y libertades civiles, emitido por la conocida ONG norteamericana Freedom House. En este sentido, la pretensión de algunos independentistas de comparar a España con Turquía es sencillamente delirante. Y el hecho de que Iglesias les siga el juego, sólo evidencia la creciente desesperación electoral de los morados. Sin embargo, la obviedad de que vivimos en una democracia avanzada no significa que disfrutemos de una democracia perfecta. Ni muchísimo menos.

Por señalar sólo algunas goteras, nuestro modelo flaquea en su estructura de contrapoderes, una necesidad sistémica que los padres fundadores de los EEUU consideraron esencial en un régimen de libertades. El poder legislativo y el ejecutivo se confunden con frecuencia, especialmente en caso de mayoría absoluta, y su pretensión de controlar a los tribunales es constante, especialmente desde que la Ley Orgánica 6/1985 atribuyó a los políticos la designación de todos los miembros del Consejo General del Poder Judicial.

Por otro lado, la democracia interna de los partidos es más que discutible, por culpa de un modelo de listas cerradas que concede a los respectivos aparatos un poder omnímodo y arbitrario sobre la eventual proyección institucional de cada uno de los posibles candidatos. Y estos modos casi feudales favorecen que los cargos públicos terminen ocupados, no por los perfiles más capaces y preparados, sino por aquellos tipos que saben moverse entre bambalinas y acatan sin rechistar los caprichos y ocurrencias del líder de turno. En el fondo, la selección de los individuos que terminan ostentando nuestra representación se encuentra en manos de un reducidísimo número de personas.

Esta tendencia del sistema a tratar a los ciudadanos como menores de edad se evidencia en otras muestras de paternalismo estatal, como la persistencia de la anacrónica jornada de reflexión o la prohibición de publicar encuestas durante el tramo final de cada campaña. Esta última ridiculez choca frontalmente con las rutinas de las nuevas sociedades, habituadas a la información actualizada en tiempo real, lo que ha favorecido la multiplicación de subterfugios, como las encuestas que publica la versión digital de El Periódico de Andorra o el CatsPanel de Electomania.

Podríamos añadir otras muchas prácticas que demuestran cómo nuestra democracia se encuentra todavía muy lejos de la perfección. Pensemos, por ejemplo, en las puertas giratorias, esa irrefrenable vocación de nuestros dirigentes que les conduce a consejos de administración de grandes empresas cuya actividad depende en gran medida de las decisiones que tomaron estos mismos gobernantes durante su etapa pública. Tampoco se queda corta la prensa cortesana y subvencionada, tanto a nivel estatal como autonómico, que fue cómplice durante décadas de gravísimos secretos a voces, como las irregularidades económicas de Juan Carlos I o Jordi Pujol.

En este sentido, cuando Pablo Iglesias declara que España no disfruta de una democracia plena, dicha valoración puede resultar más o menos razonable dependiendo de lo que entendamos por un país plenamente democrático. En efecto, semejante frase se puede interpretar de formas muy diferentes, si consideramos esa plenitud como un horizonte ideal, o si la entendemos como el nivel homologable de cualquier país avanzado ¿Adolece nuestro modelo institucional de graves defectos que deberían subsanarse? Sin duda. ¿Eso significa que nuestro sistema tiene una calidad inferior a los países de nuestro entorno? En absoluto.

Si lo que quiso decir el vicepresidente del Gobierno es que la democracia española tiene todavía muchísimo espacio de mejora, no podría estar más de acuerdo con él. A pesar de esta coincidencia de criterio, me gustaría añadir un pequeño matiz a dicha afirmación: no tengo la más mínima duda de que, si nuestro sistema político estuviese exclusivamente en manos de Pablo Iglesias, la calidad de nuestra democracia se desmoronaría paradójicamente hasta niveles aterradores.

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