Las cosas de comer


Publicado en el Diari de Tarragona el 15 de noviembre de 2020


El debate político en las democracias occidentales lleva años sumergiéndose en un progresivo lodazal de simplificación argumental, confrontación personal y polarización ideológica. Los mensajes que pretenden transmitirse a la ciudadanía son cada vez más básicos y se recurre con demasiada frecuencia al factor emocional como principal recurso para lograr la adhesión del oyente. Esta ‘futbolización’ de la política conduce habitualmente a sociedades cada vez más fracturadas, donde el acuerdo y la transacción dejan de ser valores constructivos para convertirse en sinónimos de debilidad o traición. Y así nos va.

Las recientes elecciones norteamericanas son un buen ejemplo de este fenómeno. El país se ha dividido en dos mitades, cada una de las cuales no es capaz de comprender cómo la otra defiende lo que defiende. En el fondo, todo se resume en una cuestión de confianza grupal, un factor que frecuentemente depende más de lo sentimental que de lo intelectual. Lo más preocupante de este fenómeno es que, cuando un individuo se adhiere a uno de los bloques, no sólo lo hace como elector, sino también como consumidor de información que el propio grupo produce, lo que termina consolidando visiones antitéticas sobre la realidad, que en ocasiones degeneran en verdaderos delirios colectivos. En este sentido, la habilidad de Donald Trump para lograr que casi la mitad de los estadounidenses apostasen por él, después de haber mentido persistentemente en numerosas cuestiones contrastables, demuestra la quebradiza fidelidad que el cuerpo electoral mantiene con la objetividad en los tiempos que corren, una dolencia contra la que los europeos tampoco estamos vacunados.

El objetivo de dibujar una realidad a medida que resulte creíble para la ciudadanía no puede alcanzarse sólo desde la tribuna de un parlamento. De hecho, uno de los principales problemas de las democracias actuales es la creciente y rentable polarización de los medios de comunicación, frecuentemente proclives a enarbolar una de las visiones en disputa, en vez de someterse al deber de diferenciar la información de la opinión. Así, hemos ido asumiendo con deprimente pasividad que la descripción -no la valoración- de un mismo hecho resulte prácticamente irreconocible entre unos medios y otros. Y así es como hemos llegado a un punto en el que todos estamos cada vez más convencidos de lo que creemos (porque vemos, oímos y leemos aquello que nos ratifica en nuestras opiniones previas), con una capacidad infinitamente menor para entender cómo alguien puede pensar otra cosa.

No hace falta cruzar el Atlántico para detectar esta tendencia. Sin ir más lejos, el propio proceso independentista catalán produjo un inquietante distanciamiento entre los partidarios y los detractores de la secesión, quienes ya no sólo chocaban al identificar el camino idóneo para el progreso de nuestra sociedad, sino incluso a la hora de percibir y entender la propia realidad política, económica, cultural y social del país. Supongo que, durante estos últimos años, todos hemos asistido a discusiones entre defensores de una salida y de su contraria, donde parecía imposible que ambos interlocutores estuviesen habitando, describiendo y analizando el mismo lugar. Esta fractura mental y emocional ha sido el fruto directo de una desconfianza sistemática hacia todo lo que viniera del bloque contrario (por ejemplo, pocos constitucionalistas han sido capaces de reconocer nada valioso o verdadero en el movimiento independentista), junto con una fe casi religiosa en los propios dirigentes y medios de comunicación (por ejemplo, gran parte de los partidarios de la secesión han mantenido una actitud llamativamente acrítica ante todo lo que decretaran sus líderes). Sin embargo, algo ha cambiado desde hace unas semanas en este último aspecto.

 En efecto, las personas que frecuentamos las redes sociales hemos comenzado a percibir un hecho insólito en este mundo paralelo. Por primera vez desde hace una década, numerosos usuarios nítidamente adheridos a la causa independentista han comenzado a criticar abiertamente al Govern, con una claridad y contundencia cada vez más desacomplejadas. Casi ninguno de ellos levantó la voz cuando los planes de ruptura demostraron ser de cartón piedra, ni cuando se incumplió contumazmente la hoja de ruta hacia la desconexión, tampoco cuando las grandes empresas abandonaron en masa el territorio catalán, ni cuando las batallas internas bloquearon las instituciones, ni siquiera cuando el Departament de Salut fracasó en la gestión sanitaria de la pandemia. ¿Qué es lo que ha provocado, entonces, este súbito cambio de actitud? Como dijo James Carville, estratega de campaña de Bill Clinton en las elecciones de 1992, “es la economía, estúpido”.

Efectivamente, un número considerable de independentistas parece estar cayendo últimamente del caballo ante la creciente sensación de que su medio fundamental para ganarse la vida corre un riesgo evidente e inmediato de colapso, por culpa de las discutibles e indiscriminadas restricciones a la actividad económica que la Generalitat está tomando frente a bares, restaurantes, cultura, ocio, gimnasios, etc. La inmensa mayoría de estos ciudadanos probablemente siguen siendo partidarios de la secesión, una postura perfectamente defendible y legítima, pero cada vez albergan más dudas (por decirlo suavemente) sobre la capacidad de sus actuales líderes para afrontar eficazmente una grave crisis multifactorial como la que ahora padecemos. Sin duda, no hay movimiento político que sea inmune a una amenaza masiva de ruina personal. Ya nos decían de pequeños que no se juega con las cosas de comer, y pronto conoceremos su impacto en las inminentes elecciones al Parlament. En un contexto como el actual, no me extrañaría que fuera el pan, y no el circo, lo que decantara finalmente una balanza tan ajustada.

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