El espacio y el tiempo


Publicado en el Diari de Tarragona el 1 de noviembre de 2020


Desde la pasada primavera, la gran duda que se ha debatido en el ámbito público y privado es si la defensa de la salud pública justifica asfixiar la economía, o si las necesidades productivas deben modular los criterios de política sanitaria. Cada vez parece más claro que nos encontramos ante un dilema demagógico y tramposo, que sólo tiene cabida en la mente de quien se cree ingenuamente invulnerable ante una eventual debacle económica (porque imagina que su salario aparece y seguirá apareciendo en su cuenta corriente cada fin de mes con la misma inexorabilidad con que el sol sale y seguirá saliendo por el este cada mañana) o en la mentalidad de quien sólo es capaz de pensar en términos monetarios y a corto plazo (porque se niega a entender la evidente vinculación entre la contención del virus y la marcha de la economía en el futuro). 

En efecto, si nuestro tejido productivo colapsa, por un lado, se dispararán los índices de pobreza como consecuencia del aumento exponencial de la tasa de paro, y por otro, ese hundimiento en la generación de riqueza menguará sensiblemente la capacidad recaudatoria de las administraciones, forzándolas a reducir drásticamente su tamaño y sus servicios, incluyendo las cobertura y prestaciones en el ámbito sanitario. Y si la pandemia se descontrola definitivamente, resultará inevitable tomar medidas mucho más drásticas a medio plazo, que impactarán sobre la economía de forma brutal y, quizás, irreversible. Sin economía no habrá salud, y sin salud no habrá economía. 

Hace unas semanas se planteó la posibilidad de incrementar las restricciones sólo durante los fines de semana, una idea ocurrente que pretendía compatibilizar las dos necesidades que están sobre la mesa: afectaría de forma menor a la economía (puesto que todos podríamos seguir trabajando y consumiendo con cierta normalidad) y reduciría las situaciones de riesgo que abundan en nuestro tiempo de ocio (normalmente en forma de reuniones de amigos o familiares). Seguro que más de uno habría objetado que un encuentro de riesgo se puede producir tanto un domingo como un martes. Y no le faltaría razón, aunque este tipo de argumentaciones recuerdan a las quejas de los adolescentes por tener hora de llegada nocturna, porque pueden hacer lo mismo a las doce que a las cuatro de la madrugada. Sí, pero no. Evidentemente, ninguna de las medidas de restricción tiene un poder mágico para acabar con los contactos, pero sí ayudan a reducir su frecuencia e intensidad. Y supongo que todos coincidimos en que nuestra necesidad anímica de mantener actividad social es mucho mayor durante el fin de semana (cuando disponemos de mucho tiempo libre) que en los días laborables (cuando nuestra actividad profesional copa la práctica totalidad de la jornada). 

Sin embargo, la Generalitat nos ha sorprendido esta semana con una nueva andanada de prohibiciones mucho más exigentes, que van a tener un impacto demoledor para la supervivencia de infinidad de negocios y las expectativas laborales de miles de trabajadores. Entre otras limitaciones, el Govern impone el cierre absoluto de cines, teatros, auditorios, gimnasios, equipamientos deportivos no profesionales, ferias, congresos, parques de atracciones, instalaciones de ocio infantil, centros de belleza, actividades extraescolares, gran comercio… Además, obviamente, permanece vetada la apertura de locales de restauración. Y la cosa probablemente no quede ahí, porque ya se sugiere un nuevo confinamiento domiciliario si las cifras no mejoran en dos semanas. Hagan sus apuestas. 

La intensificación de las restricciones que están aprobándose en todos los países europeos (Francia e Italia también acaban de imponer nuevas y exigentes medidas a sus residentes) demuestra que la esperanza de solucionar el problema con una vacuna a corto plazo era sólo una ensoñación. Cuando el gobierno español enfila un estado de alarma de seis meses, una auténtica eternidad, nadie debería dudar ya de que la situación de excepcionalidad pandémica no acabará en invierno. Según los expertos, para que la solución de la vacuna fuera globalmente eficaz, primero habría que lograr una fórmula que funcionase, después habría que superar los complejos procesos de certificación homologados, más tarde habría que producir y distribuir millones de dosis, y finalmente habría que vacunar al 70% de la población como mínimo. Y todo eso no va a suceder a corto plazo. Llegados a este punto, convendría levantar la mirada, tanto desde una óptica personal como económica, para interiorizar la envergadura de lo que nos viene encima. 

Efectivamente, quizás deberíamos dejar de centrar nuestra inquietud en el espacio de libertad que perderemos durante las próximas semanas, tanto individual como empresarialmente, para fijarnos en el tiempo que puede durar esta situación crítica si las cosas no se hacen bien durante el otoño. La OMS atribuye nuestras penosas estadísticas, entre otros factores, a un levantamiento excesivamente rápido de las restricciones en verano. En este sentido, puede que obcecarnos por recuperar pronto el espacio perdido nos obligue a pasar más tiempo en estas asfixiantes condiciones, probablemente bajo una normativa más dura que la actual. Pan para hoy y hambre para mañana. 

Esto no significa que debamos aplaudir bovinamente cualquier decisión de política sanitaria. Sin duda, algunas de las limitaciones decretadas son más que discutibles (como el cierre absoluto e incondicional de la restauración o las actividades culturales) y no debemos olvidar que la presente situación se deriva, en gran medida, de una gestión política de la pandemia ciertamente lamentable. Aun así, lo que ahora toca es apretar los dientes y aguantar el chaparrón. Tal y como se están poniendo las cosas, puede que un objetivo realista sería llegar a Semana Santa contemplando este drama como una pesadilla ya superada. Porque ni siquiera esto es seguro.

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