La autovía de nunca acabar

Publicado en el Diari de Tarragona el 7 de julio de 2019


Nuestro sistema cognitivo está diseñado para dejar de percibir algunos impulsos que se repiten de forma constante, un mecanismo que nos ahorra numerosas sensaciones incómodas y desagradables. Pensemos, por ejemplo, en las personas que viven cerca de una vía férrea o de una industria nauseabunda: a los pocos meses de trasladarse a su nuevo hogar, los primeros ya no se despiertan con el ruido del tren y los segundos dejan de sentir los olores de la fábrica. Sin embargo, esta programación también tiene su reverso peligroso, pues nos aclimata a lo perjudicial y limita nuestras habilidades reactivas. Sólo un cambio de perspectiva es capaz de reactivar la capacidad de percepción sobre lo negativo que nos rodea habitualmente.

Algo parecido sucede con la imagen de nuestro entorno urbano más amplio, construida de forma multisensorial. Quienes hemos cambiado varias veces de ciudad hemos recibido impresiones positivas y negativas cada vez que hemos aterrizado en nuestra nueva residencia, pero el paso del tiempo tiende a borrar las segundas hasta hacerlas prácticamente imperceptibles. Es irrelevante que la causa de esas malas sensaciones siga ahí años después. Sólo un cambio de contexto permite recuperar aquellas impresiones originarias, veladas por nuestro propio sistema cognitivo.

La semana pasada tuve la fortuna de pasar unos días de vacaciones en el Pirineo central francés: Montsegur, Foix, Ax-lesThermes, Saint-Lizier, Tourmalet, Gavarnie, Aubisque… Recorrer por libre estos parajes constituye una elección idónea para disfrutar en familia de la naturaleza, resetear la mente en un entorno privilegiado, y fulminar la tarjeta de memoria de la cámara en un visto y no visto. Regresamos cruzando el paso de Portalet, y desde Panticosa nos dirigimos hacia el sur por una carretera fantástica, que pronto se convirtió en la flamante Autovía Mudéjar. Una vez en Huesca, tomamos la nueva y espectacular A-22, que permite llegar a Lleida en menos de una hora.


La placidez del primer tramo del regreso se truncó en cuanto llegamos a la capital del Segrià. Adiós a las vías rápidas gratuitas, bienvenidos al imperio del peaje. Para colmo, el camino más rápido para llegar a Tarragona obliga a abandonar la AP-2 en Montblanc, donde sólo es posible salvar la sierra de Miramar atravesando el desfiladero de la Riba o sobrepasando el Coll de l’Illa. Aunque se trata de dos rutas que cubro con frecuencia, la propia costumbre de realizar estos trayectos regularmente había logrado inmunizarme frente al lamentable espectáculo de nuestro acceso por carretera desde el interior. Sin embargo, con la nueva perspectiva que me otorgaba venir desde el paraíso de la autovía, pude revivir el asombro que percibí a mediados de los años noventa, cuando vine por primera vez a Tarragona y descubrí unos accesos indigno s de una capital. Veinticinco años después, todo sigue sustancialmente igual en la conexión con las comarcas interiores.

Celebro que una ciudad como Huesca, capital de una provincia con una población cuatro veces inferior a la nuestra, disfrute de tres autovías prácticamente acabadas: una hacia el Pirineo, otra hacia Lleida y otra hacia Zaragoza. Lo que realmente indigna es la impunidad con que nuestro territorio ha quedado descolgado en este proceso de mejora viaria continua, con un foso entre la Conca de Barberà y el Camp de Tarragona cuyo carácter aparentemente infranqueable parece fruto de una maldición bíblica.

Este mes celebramos el aniversario de la inauguración de la autovía Tarragona-Reus (1982) y de la variante sur de la capital del Baix Camp (2000), a las que siguieron la C-14 de Alcover y diversos tramos de la Autovía del Mediterráneo. Sorprende, por contraste, la escasa perspectiva estratégica que ha permitido la cronificación del vergonzoso embudo que nos separa de Montblanc, cuyos primeros damnificados somos los propios habitantes que vivimos a ambos lados de este muro natural. La industria y el Port también son víctimas directas de este punto negro, cuya persistencia ha volatilizado últimamente varias oportunidades de desarrollo económico. Tampoco podemos olvidarnos del turismo, un sector especialmente sensible al estado de las infraestructuras de transporte. Da la sensación de que nuestros gobernantes no son conscientes de la imagen tercermundista que muchos visitantes se llevan de nuestro territorio al quedar atrapados en los interminables atascos de la Riba, destrozando así el trabajo que se realiza desde hace años para la mejora y consolidación de la marca Costa Daurada.


Sin embargo, durante los últimos meses hemos podido atisbar una pequeña luz al final del túnel, nunca mejor dicho. El Consejo de Ministros del pasado 21 de diciembre dio luz verde a la reanudación de las obras de la A-27, y el subdelegado del Gobierno, Joan Sabaté, declaró el mes pasado que la perforación para conectar ambas vertientes de la montaña se iniciará este mismo verano. Según los cálculos del Ministerio de Fomento, si no se producen imprevistos de última hora, la autovía de Montblanc será una realidad a finales del año 2021. Sin embargo, han sido tantas las ocasiones en que se ha anunciado la finalización de esta infraestructura, que resulta inevitable un cierto clima de escepticismo entre los ayuntamientos y sectores empresariales que llevan lustros exigiendo la conclusión de esta vía rápida. Demasiadas paralizaciones de obras, demasiados retrasos en los plazos, demasiados replanteamientos del proyecto.

Esperemos que las promesas de nuestros políticos se cumplan esta vez, y ninguna circunstancia técnica o económica posponga la inauguración de un eje de comunicación esencial para nuestras comarcas. Nos jugamos la seguridad de nuestros conductores, la competitividad de nuestras empresas, la satisfacción de nuestros visitantes y la imagen de nuestro territorio. Demasiados frentes abiertos para volver a las andadas.

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