Inventario de partidos

Publicado en el Diari de Tarragona el 14 de julio de 2019


Una de las funciones principales de la contabilidad financiera consiste en aportar una valoración económica fiable de los activos que acumula una compañía. Este objetivo no siempre es sencillo, por ejemplo si hemos almacenado artículos idénticos que fueron comprados en diferentes momentos y a distintos precios. En este caso, existen varios sistemas para estimar su valor total, pues el resultado será diferente si consideramos que el bien que vendemos hoy es el más antiguo o el más nuevo de los que tenemos en stock. Dos de los métodos más habituales para realizar este cálculo se conocen por sus siglas en inglés: FIFO, first in first out (el primero que vendemos es el más antiguo que tenemos) y LIFO, last in first out (el primero en salir es el último que entró). 

En ocasiones nuestra mente realiza asociaciones de ideas insospechadas, muchas veces como consecuencia de la deformación profesional. De hecho, ambos conceptos financieros me vinieron inmeditamente a la cabeza hace unos días, mientras leía unas informaciones sobre el devenir electoral en los países de nuestro entorno. En efecto, salvando algunas naciones con un sistema de partidos caracterizado por la atomización sistémica, lo razonable en cualquier democracia occidental es un espectro parlamentario dominado por dos o tres grandes formaciones. La crisis de los partidos tradicionales ha abierto la puerta a diversos movimientos de nuevo cuño, entrando todos ellos en competencia directa durante los últimos años. En este sentido, si me permiten la licencia, en Europa podemos observar dos modelos de evolución política, dependiendo del modo en que se ha desarrollado la entrada y salida de los nuevos y viejos partidos. 


PAÍSES FIFO. Por un lado, son numerosos los estados de la UE donde las formaciones históricas han sufrido un auténtico hundimiento, quedando totalmente desplazadas por proyectos políticos emergentes. Tenemos, por ejemplo, el caso de Francia, donde la izquierda y la derecha tradicionales han sido barridas del mapa de forma brutal. De hecho, las dos candidaturas que accedieron a la segunda vuelta durante los últimos comicios fueron la formación socioliberal République en Marche del actual presidente Emmanuel Macron, y el partido ultraderechista Rassemblement National de Jean-Marie Le Pen. Atrás quedaron los tiempos en que socialistas y gaullistas se alternaban cíclicamente en el poder (el anteriormente todopoderoso PSF de Benoît Hamon tuvo que conformarse con un ridículo 6,36% de los votos). En este caso, los primeros en llegar han sido los primeros en salir. Algo parecido podría decirse de Italia, tras la debacle de socialistas y democristianos a finales de los años noventa. Aunque la política transalpina siempre se ha desarrollado bajo cierto orden caótico o caos organizado, el espectro partidista que hoy lucha por llegar al Palazzo Chigi nada tiene que ver con los tiempos de Bettino Craxi y Giulio Andreotti. Las formaciones que hoy dominan el Palazzo Montecitorio son al Partido Demócrata de Matteo Renzi, el Movimiento 5 Estrellas de Luigi Di Maio, Forza Italia de Silvio Berlusconi y la Liga Norte Padania de Matteo Salvini. 


PAÍSES LIFO. En el extremo contrario se sitúan las democracias que han conservado, en mayor o menor medida, la estructura de partidos previa a la revolución política del cambio de milenio. El paradigma de este modelo lo encontramos en Reino Unido y Alemania. En el primer caso, los nuevos vientos trajeron un asombroso resultado del partido Liberal Demócrata, logrando 62 escaños en la Cámara de los Comunes tras los comicios legislativos de 2005. Sin embargo, este sorpresivo éxito no tuvo la suficiente fuerza para mantener cierta continuidad frente a los dos grandes acorazados británicos. De hecho, los Lib Dems sólo cuentan hoy con 12 representantes en la cámara baja del parlamento londinense, controlado de nuevo por tories y laboristas de forma acaparadora. En este caso, los últimos en llegar han sido los primeros en salir. Una situación similar se vive en el Bundestag, dominado inmemorialmente por los democristianos de la CDU, los bávaros de la CSU y los socialistas del SPD. Precisamente esta semana hemos asistido en Grecia a otro buen ejemplo de la capacidad que tienen determinados partidos tradicionales para conservar su posición, tras la clara victoria del partido conservador Nueva Democracia sobre el teóricamente emergente Syriza, que ha visto así truncada la meteórica carrera que tuvo su cénit en los comicios de 2015. 


Una vez analizados los dos modos en que las democracias europeas han respondido a la irrupción de las nuevas propuestas políticas, la pregunta parece evidente: ¿en qué grupo está España? La respuesta a este interrogante, formulado hace un par de años, probablemente hubiese sido muy diferente a la de hoy. En efecto, el enorme desgaste sufrido por los dos grandes partidos, crónicamente aburguesados y recurrentemente salpicados por casos de corrupción, invitaba a pensar que la evolución de nuestra estructura electoral acabaría pareciéndose a la francesa o italiana, con Podemos y Ciudadanos sustituyendo a PSOE y PP. Además, el diferente perfil sociológico mayoritario entre los votantes de las formaciones emergentes (generaciones jóvenes y urbanas) y el de los seguidores de las siglas tradicionales (de edad avanzada y entorno rural) aumentaba la expectativa de sorpasso a medio plazo. Sin embargo, los morados han entrado en barrena, sumidos en una decadencia aparentemente imparable, y los naranjas han iniciado un proceso de implosión descontrolada, convirtiendo su organigrama en un auténtico juego del buscaminas. Los dos líderes de las nuevas formaciones, con un ridículo endiosamiento y una estrategia plagada de errores de bulto, han frustrado los deseos de cambio que gran parte de la sociedad española reclamaba. Quizás todavía les sea posible remontar el vuelo, aunque me temo que faltan pocos años para que PSOE y PP vuelvan a contar con el respaldo de la abrumadora mayoría de la ciudadanía.

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