La ironía como respuesta

Publicado en el Diari de Tarragona el 21 de enero de 2018


Si tuviéramos que identificar los momentos clave en la historia de la cultura europea, entre otros deberíamos fijarnos indudablemente en la explosión artística que se produjo en el viejo continente entre los siglos XV y XVI. Las grandes ciudades italianas abanderaban un nuevo movimiento, el Renacimiento, propiciado por unas élites urbanas que mantenían una feroz competencia por hacerse con los servicios de los grandes maestros. Fue la inquietud estética de estas conocidas familias la que permitió que el mundo despertara de la milenaria hibernación medieval. Efectivamente, el mecenazgo civil fue una pieza fundamental de esta revolución, colocando también a los artistas en pugna continua por conquistar el corazón (y el bolsillo) de los Medici en Florencia, los Borgia en Roma, los Sforza en Milán, los Este en Ferrara, los Montefeltro en Urbino, los Gonzaga en Mantua… Pese a que la Iglesia perdió entonces el monopolio de la protección cultural, el patrocinio ejercido por el Papa siguió siendo uno de los más deseados. Trabajar para el Sumo Pontífice no sólo era relevante en términos económicos sino también desde la perspectiva del prestigio profesional, pues constituía un pasaporte poderosísimo para abrir después innumerables puertas. No era extraño, por tanto, que algunos creadores desconocidos intentaran ofrecer sus servicios gratuitos en la corte vaticana para adquirir notoriedad.

Hace años escuché la historia de un modesto retratista de la época, conocido en todas las grandes casas romanas por ofertar sin éxito sus destrezas. En aquel magma artístico la competencia era brutal y muchos grandes talentos quedaban en la cuneta por carecer de una oportunidad para lograr la tan deseada visibilidad pública. Pero nuestro protagonista era un tipo inmune al desaliento. Llamaba a todas las puertas que se le ponían por delante. No había un solo miembro de la aristocracia de la ciudad que desconociera a aquel insistente pintor, cuyas habilidades eran aún todo un misterio.

Sin embargo, con el paso del tiempo y harto de ir mendigando trabajo, nuestro obstinado amigo llegó a la conclusión de que su única posibilidad consistía en apuntar lo más alto posible. Decidido a triunfar, resolvió apostarse diariamente a las puertas del palacio pontificio para suplicar al Santo Padre que posara para él. En un primer momento su estrategia no tuvo los frutos deseados. La comitiva ni siquiera se detenía para atender al inoportuno personaje, quien sólo logró llevarse algún que otro codazo de la recién creada Guardia Suiza. Durante meses, cada mañana, asaltaba el cortejo eclesiástico para lograr el favor del Papa, crecientemente hastiado de aquel pesado incombustible.

Sin embargo, la persistencia de aquel tipo logró su objetivo contra todo pronóstico. El sucesor de Pedro, no sabemos si por cansancio o por compasión, accedió finalmente a su solicitud. Durante varios días aquel genio desconocido acudió puntualmente a las estancias papales para esbozar el enorme retrato, que luego terminaría en su propio estudio. Una vez el boceto estuvo perfilado, retratista y retratado se despidieron hasta que el cuadro estuviese definitivamente concluido.

Semanas después, el pintor acudió a palacio para mostrar su obra maestra, completamente tapada para mantener el suspense. Fue conducido hasta un gran salón de enormes ventanales, donde esperaban con expectación el Pontífice y algunos cortesanos. El autor colocó el retrato sobre un atril, y con gesto de emoción incontenible levantó la tela que cubría el lienzo de un solo tirón. Un apagado grito de conmoción inundó la estancia. El cuadro era un auténtico espanto. Sin discusión. Concretamente, el rostro que apareció ante sus ojos mostraba esa apariencia grotesca y deforme que suele ser frecuente en los dibujos infantiles. Una especie de Ecce Homo de Borja en versión renacentista.

El Santo Padre agradeció el trabajo haciendo gala de unos modales exquisitamente flemáticos, y el presunto maestro, confundiendo cortesía con aprobación, le pidió que le propusiera un versículo del Evangelio para completar la obra. Efectivamente, en aquella época no era infrecuente añadir alguna máxima bíblica a los retratos papales. El Pontífice, un individuo de agudo ingenio, vasta cultura y cáustico sentido del humor, se detuvo unos segundos ante el lienzo. Después de meditarlo, sugirió que la cita más apropiada para aquel portento artístico podría ser el fragmento final de Mateo 14:27. El pintor salió corriendo en busca de una Biblia, deseoso de comprobar qué frase sublime había reservado el mismísimo Vicario de Cristo para coronar su obra definitiva. Abrió el evangelio de San Mateo, y poco a poco fue acercándose al pasaje en el que Cristo se aparece a sus discípulos caminando sobre las aguas. Por fin, localizó el texto que ilustraría magistralmente su retrato papal: “¡No temáis, soy yo!”

Son numerosas y diferentes las formas en que podemos reaccionar ante aquello que nos parece ridículo. Por ejemplo, tenemos la opción de indignarnos y atacar frontalmente sus puntos débiles, o bien podemos utilizar el sarcasmo para poner en evidencia aquello que consideramos desastroso o esperpéntico. Esta misma semana un grupo unionista ha proclamado paródica y telemáticamente a su President, tras llegar a la conclusión de que la sátira es su mejor baza en los tiempos que corren. Supongo que Jacinto Benavente pensaba en algo así cuando afirmó que “la ironía es una tristeza que no puede llorar y sonríe”. Dudo que la estrategia emprendida por los promotores de Tabarnia sirva para algo, aunque quizás nos ayude a sobrellevar con buen ánimo el bucle infinito que nos ha tocado vivir.

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