El ocaso del timonel converso

Publicado en el Diari de Tarragona el 14 de enero de 2018


Artur Mas ha dado esta semana un nuevo paso al lado que amenaza con sacarlo definitivamente del escenario. Anunció su fulminante renuncia a la presidencia del PDeCAT en una sencilla comparecencia, probablemente devorado por sus propios errores de cálculo. La pugna que mantenía con Carles Puigdemont era un secreto a voces, su capacidad efectiva para comandar el partido brillaba por su ausencia, y deberá enfrentarse a un calendario judicial demoledor: tendrá que comparecer ante el TS por su inhabilitación, las actuaciones del Tribunal de Cuentas amenazan seriamente su patrimonio, el magistrado Llarena acaba de imputarle por rebelión, en breve se conocerá la sentencia contra CDC por el caso Palau… ¿Cómo es posible que el líder de la todopoderosa Convergència concluya su carrera de una forma tan penosa?

Ya ha pasado más de una década desde que Artur Mas recibiera de su mentor las llaves de la más descomunal y engrasada maquinaria de poder político en Catalunya. Aunque se estrenó ganando dos elecciones autonómicas consecutivas, el pacto de izquierdas arrebató la presidencia del Govern al delfín del entonces idolatrado y hoy apestado Jordi Pujol. Pero a la tercera fue la vencida, y este avispado miembro de una familia burguesa de turbio pasado se convirtió en el nuevo President de la Generalitat el 27 de diciembre de 2010. El flamante Molt Honorable traía consigo una corte de jóvenes yuppies, mayoritariamente independentistas y neoliberales, que pronto fueron conocidos como “los talibanes”. Fueron ellos quienes convencieron a Artur Mas de que debía unirse a la marea independentista de 2012 si no quería acabar barrido por la historia. Y allí comenzó el desastre: para él, para el partido y para el país.

Las propias encuestas del Govern certificaban entonces que el independentismo rupturista era claramente minoritario, incluso entre sus votantes habituales. Aun así, en vez de abanderar las justas y razonables demandas catalanas con inteligencia y sensatez, el President apostó por convertir un partido históricamente pragmático y pactista en un piquete aventurero y fundamentalista, temiendo quizás el eventual sorpasso de ERC y el inminente afloramiento de la corrupción acumulada durante décadas. Una bandera suficientemente tupida lo cubre todo.

Los engranajes de la propaganda oficial se pusieron en marcha, tanto en el sector público como en el subvencionado, y en unos pocos meses el respaldo al secesionismo se multiplicó hasta acercarse a la mitad de la población. Sin embargo, pronto quedó patente que aquel movimiento del soberanismo institucionalizado tenía un techo electoral infranqueable e insuficiente para valerse por sí mismo. Teniendo en cuenta el discurso maximalista difundido durante años por republicanos y convergentes, no hubo otro remedio que someterse al dictado de un partido antisistema que marcaría el rumbo a partir de entonces. Y así nos ha ido.

Desde su solemne irrelevancia, Artur Mas ha clamado esta semana en favor de una atemperación de los ardores patrióticos, reconociendo que no existe masa crítica para que el sector independentista de la sociedad imponga sus deseos al resto de ciudadanos. Esta realidad incuestionable era evidente hace ya varios años, concretamente desde las “elecciones plebiscitarias” de 2015, pero el President no tuvo entonces la honestidad y el coraje para reconocer lo que era obvio. Siempre es más fácil echar a rodar un pequeño puñado de nieve que detener la inmensa bola que después se va formando ladera abajo. Esta incapacidad para asumir el pluralismo estructural de Catalunya nos ha enredado en un bucle infinito de consecuencias funestas, cuya responsabilidad debe atribuirse indiscutiblemente al ya exlíder del PDeCAT. Sin duda, la historia juzgará con una severidad implacable la presidencia del dimitido timonel convergente, habitualmente caracterizada por el oportunismo, la soberbia, el populismo y la imprudencia.

Efectivamente, cuando el heredero de Jordi Pujol alcanzó la presidencia de la Generalitat, Catalunya era una de las comunidades autónomas más prósperas del Estado, sus tasas de productividad y empleo eran siempre magníficas, sus partidos locales marcaban la agenda de los sucesivos inquilinos de la Moncloa, contaba con dos grandes formaciones moderadas que garantizaban la gobernabilidad y la alternancia, el funcionamiento de sus instituciones era frecuentemente modelo de eficacia y modernidad, su sociedad avanzaba cohesionada en torno a un núcleo de objetivos básicos amplísimamente compartidos, disfrutaba de una imagen óptima a nivel internacional, atraía a empresas punteras a escala mundial… Siete años después, el Molt Honorable abandona el trono del partido que ha gobernado ininterrumpidamente el país durante todo este tiempo, y deja Catalunya a la cola del crecimiento económico a nivel estatal, la evolución de su empleo se hunde sin remedio, sus partidos locales son perfectamente ninguneables en los centros de poder, ha visto devastado su ecosistema político hasta convertirlo en una jaula de grillos permanente, su producción legislativa es prácticamente nula, sufre una inquietante fractura social que nadie habría imaginado hace apenas un lustro, su marca en el exterior se asocia a las ideas de riesgo y conflicto, las sedes de sus principales empresas han sido evacuadas por el clima de incertidumbre…

Con semejante hoja de servicios, asombra que Artur Mas se atreva a despedirse provisionalmente, amenazando con volver en un futuro indeterminado. No hace falta que se preocupe más por nosotros, President: ya hemos tenido más que suficiente.

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