Elogio de la parodia premeditada

Publicado en el Diari de Tarragona el 29 de octubre de 2017


Supongo que, en un momento crítico como el que vivimos, lo lógico sería intentar analizar cómo es posible que un problema grave pero resoluble haya terminado convirtiéndose en una devastadora crisis institucional de efectos impredecibles. Deberíamos recordar la nauseabunda utilización electoralista de los prejuicios territoriales para ganar votos fuera de Catalunya; el vértigo de un astuto e irresponsable Molt Honorable que se unió a la riada porque temía volver a la oposición; las palabras de un insustancial presidente español que prometió a los catalanes lo que no era capaz de garantizar; la maquiavélica estrategia de un veterano partido que asiste plácidamente al desmoronamiento de su eterno rival con la esperanza de convertirse en la nueva y todopoderosa referencia del catalanismo… Deberíamos hablar sobre todos ellos, pero he decidido que no se merecen una sola letra más. Al menos, hoy. Hastío, preocupación y desencanto infinitos.

Los que sí merecen que hablemos de ellos, y muy bien por cierto, son aquellos que consiguen con su trabajo que la vida de sus conciudadanos sea algo más llevadera. Precisamente, los premios Princesa de Asturias han homenajeado este año a Les Luthiers, un pequeño conjunto de cómicos/músicos (o músicos/cómicos) que llevan medio siglo alegrando la vida de millones de personas, entre los que se encuentra un servidor.

Tendríamos que remontarnos a los años sesenta para descubrir el origen de esta formación. Un pequeño grupo de universitarios argentinos se unieron a Gerardo Massana para presentar un espectáculo amateur en el que combinaban su peculiar sentido del humor con unas dotes musicales ciertamente notables. Utilizaban “instrumentos informales”, una serie de artefactos sonoros que fueron multiplicándose con el tiempo: el dactilófono, el latín o violín de lata, el tubófono silicónico cromático, el Gom-Horn da testa, el yerbomatófono d'amore, el contrachitarrone da gamba o el inconfundible bass-pipe a vara. El conjunto llegó a contar con siete miembros, aunque la prematura muerte de su fundador y el abandono de Ernesto Acher definieron la popular formación que llenó auditorios durante las tres décadas siguientes: Marcos Mundstock, Carlos Núñez Cortés, Jorge Maronna, Carlos López Puccio y el recientemente fallecido Daniel Rabinovich.

Tuve la fortuna de disfrutar en vivo de este quinteto a mediados de los años noventa. Yo estudiaba derecho en la Universidad de Navarra y para entonces ya tenía todas sus grabaciones. En aquella ocasión actuaban en el viejo Gayarre y me acerqué a la taquilla con la ingenua confianza de quien va a comprar el pan. Cuál fue mi sorpresa al encontrarme una cola que daba más de una vuelta completa a la manzana del teatro. Aunque conseguir las entradas me costó lo suyo, aquella velada se convirtió en uno de esos recuerdos de juventud que jamás se olvidan. Desternillante.

Supongo que todos los seguidores de Les Luthiers tenemos nuestros fragmentos preferidos: esa perfecta pausa de Mundstock al sentenciar que “de cada diez personas que ven televisión, cinco… son la mitad”; ese magistral dominio vocal al hablar de la duquesa de Lowrich, “cuyos encantos no habían disminuido con los años: habían desaparecido”; esa irónica modulación al comentar que “para los profesores y para los alumnos de Wildstone, la diversión y la recreación no son menos importantes que el estudio: son... más importantes”; ese sarcasmo de Yogurtu Ngué al defender que “no es cierto que todos los negros sean maltratados en EEUU: algunos negros son maltratados en otros países”; ese pícaro juego de palabras al describir la afición de Johann Sebastian Matropiero por visitar “la biblioteca de la opulenta marquesa de Quintanilla, cuyos volúmenes le apasionaban”; ese tono de crupier de casino al gritar, en medio de una feroz batalla: “hagan fuego, señores”…

Aunque nunca es fácil decantarse por una obra completa, si tuviera que elegir mis piezas favoritas optaría por estas tres: La bella y graciosa moza (un madrigal convertido en una auténtica obra maestra en el arte del equívoco), Cartas de color (un intercambio epistolar que juega con el lenguaje con una maestría insuperable), y El lago encantado (una delirante retransmisión radiofónica de un ballet clásico, cuya mera concepción demuestra hasta dónde llega la genialidad de sus autores).

No quisiera concluir estas líneas sin felicitar a sus excelencias Les Luthiers, utilizando premeditadamente este tratamiento honorífico que disfrutan inmerecidamente muchos de nuestros políticos. En mi opinión, deberíamos reservar las distinciones para quienes hacen de nuestro mundo un lugar más feliz, no para aquellos cuya torpeza o malicia sólo consiguen aumentar las incomprensiones, las desconfianzas y los desencuentros, protagonizando parodias sin pretenderlo. Pero, como decían Tip y Coll, la próxima semana hablaremos del gobierno.

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