Bloody Sunday

Publicado en el Diari de Tarragona el 2 de octubre de 2017


Nuestro país vivió ayer una jornada oscura que recordaremos el resto de nuestra vida. El empeño de la Generalitat por organizar un referéndum inconstitucional fue respondido por el gobierno español a sangre y fuego en nuestras calles: cerca de mil heridos, algunos de ellos graves, porrazos, gases lacrimógenos, pelotas de goma… Los catalanes vimos ayer imágenes que nos helaron la sangre, una bofetada de realidad difícilmente compatible con la rebelión Disney que algunos pretendían vender desde hace años. Un Estado que se siente amenazado suele defenderse de forma brutal. El gobierno que abanderaba la calma y la mesura abandonó nuestras ciudades en un ambiente de dolor, tristeza, vergüenza e indignación.

Desde un punto de vista político, dudo que Puigdemont y Rajoy puedan sentirse muy orgullosos de lo que se vivió ayer. El President llevaba meses prometiendo un referéndum con garantías que lo hiciesen homologable internacionalmente, un objetivo que evidentemente no se cumplió. Supongo que todos hemos visto ese vídeo en el que un grupo de personas introduce papeletas en una urna oficial sin ningún tipo de control, una escena berlanguiana que recuerda más a la rifa parroquial de un jamón de Guijuelo que a un procedimiento electoral. Efectivamente, las circunstancias que han rodeado el 1-O (desmantelamiento logístico, dimisión de la sindicatura, fallos informáticos…) han convertido la integridad de sus resultados en un acto de fe. Parece razonable exigir responsabilidades a los gobernantes que perpetraron semejante timo político prometiendo lo que era fácticamente imposible.

Sin embargo, el desgaste de Puigdemont probablemente sea mínimo analizando el papelón de Rajoy durante la jornada de ayer. El presidente tenía ante sí dos posibles estrategias: por un lado, podía sofocar con mano de hierro la rebelión independentista para garantizar el imperio del ordenamiento constitucional, aunque esa decisión le acarrease asumir cierta imagen erdoganiana a nivel europeo; por el contrario, el pontevedrés podía permitir las votaciones como en el 9-N, lo que le ahorraría ese tufo neofranquista ante la prensa y los partidos occidentales, pero ello supondría reconocer que España es un Estado fallido donde no se cumple la ley. Sin embargo, Rajoy es un tipo que nunca defrauda y logró compaginar las dos estrategias para hacer el ridículo en ambos terrenos: ofreció la imagen de un gobernante cruel y represivo (ordenando que se cargara contra miles de ciudadanos pacíficos e indefensos que sólo querían expresar su opinión política) y además fue incapaz de evitar que se votara masivamente (sólo se cerraron el 14% de los colegios). Es difícil ser más torpe.

A nivel interno, parece evidente que la movilización de ayer proporcionará un fuerte impulso al movimiento soberanista. Piolín sacó su fusil y esta reacción desmesurada contra la ciudadanía ha provocado que hoy existan bastantes más independentistas que ayer, y que sean muchos los unionistas que comiencen a sentirse incómodos. Aun así, la fractura en Catalunya sigue vigente y ahí permanecerá mientras ambas partes crean que pueden derrotar a su adversario por goleada.

El maximalismo bilateral chocó ayer con estruendo y la sangre ha empapado las portadas de los periódicos de esta mañana. Hace cinco años nadie podía imaginar semejante escenario y hoy es la cruda realidad. Puede que dentro de otro lustro nos encontremos en una tesitura aterradora que hoy nos parecería inconcebible. La receta para terminar viviendo esa pesadilla impensable es muy sencilla: sigamos todos haciendo lo mismo.

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