La posverdad os hará imbéciles

Publicado en el Diari de Tarragona el 23 de julio de 2017


Apuesto a que los profesores de historia del siglo XXII, cuando intenten explicar a nuestros tataranietos los hitos más significativos de esta época, reservarán un amplio capítulo al impacto de la revolución tecnológica en nuestros hábitos comunicativos. Efectivamente, la forma en que los ciudadanos interactuamos entre nosotros y accedemos a la actualidad está cambiando a una velocidad endiablada, mientras los viejos medios de transmisión informativa corren como pollo sin cabeza para no quedar descabalgados de la historia. La supervivencia temporal de los nuevos sistemas de comunicación es cada vez más limitada (las cabinas telefónicas desaparecieron hace años, el FAX prácticamente ha muerto, el SMS sufre sus últimos estertores…) y por ello la capacidad para adaptarse se ha convertido en un requisito imprescindible para todo aquel canal que pretenda vivir más que un personaje de Juego de Tronos. Por poner un ejemplo, el concepto de “teléfono” ha mutado sustancialmente durante los últimos tiempos (la inmensa mayoría de los ciudadanos -y la totalidad de los millennials- identifican ya este término con un smartphone multifuncional, no con un aparato tipo góndola de color marfil) del mismo modo que la imagen mental que asociamos a un “diario” cada vez se parece más a una web y menos a un conjunto de enormes hojas de papel (aunque el viejo periódico será siempre necesario para conservar la temperatura de los calçots).

Quizás, el paradigma de la revolución informativa lo constituye la explosión de las redes sociales, una potentísima vía que permite comunicarnos entre nosotros, compartir información relevante, acceder a la actualidad en tiempo real, etc. Una de las características más innovadoras de este mundo es su modelo anárquico, sin filtros que fiscalicen la agregación de contenidos, lo que proporciona un gran atractivo para unas nuevas generaciones que desconfían de la información que reciben desde “el sistema”: medios tradicionales, partidos políticos, instituciones seculares… Sin embargo, esta frescura y libertad constituyen, al mismo tiempo, su talón de Aquiles: las redes sociales no distinguen la realidad de la patraña, el dato del rumor, la información de la invención. Este fenómeno ha convertido estas plataformas en una herramienta idónea para la manipulación, tanto a nivel individual (cualquier mindundi puede crear un embuste disfrazado de exclusiva para que los zombis informativos lo repliquen con ignorante entusiasmo), como a nivel organizado (la campaña que condujo a Donald Trump hasta la Casa Blanca podría ser un buen ejemplo de este tremendo y siniestro poder). Así como la verdad nos hace libres (Jn 8, 32), la posverdad puede convertirnos en un atajo de borregos.

La semana pasada asistí a una muestra agridulce de este fenómeno. Un presunto periodista colgaba en Twitter el siguiente mensaje: “Países que contemplan en su código penal el delito de ofensa religiosa: Arabia Saudí, Catar, Kuwait, Irán, Omán, Baréin y España”. En pocas horas, esta ingeniosa denuncia del nacionalcatolicismo español era retuiteada por más de cinco mil seguidores, entre ellos un articulista de un conocido medio digital. Una frase concisa, impactante, demoledora… y tramposa. Pero esta pequeña circunstancia resultaba irrelevante. El mensaje se extendía como una marea negra, animado por todos aquellos que perciben un oscuro placer al sentirse víctimas de un estado sometido al talibanismo de las sotanas. Ninguno de ellos parecía mostrar la menor curiosidad por comprobar si dicho reproche era exacto o no. ¿Qué más da? La frase reafirmaba sus convicciones y podía animar a otros a asumirlas como propias. Y eso era más que suficiente. Posverdad en estado puro.

Decía antes que esta experiencia me resultó agridulce porque, a pesar de volver a demostrar la fragilidad de la verdad en los tiempos que corren, también evidenció la resistencia de quienes aún conservan un cierto aprecio por el rigor. Efectivamente, un nutrido grupo de tuiteros comenzó a responder al mensaje, dejando en evidencia la ignorancia (o malicia) de nuestro periodista y su cohorte de palmeros. Si uno se toma la molestia de contrastarlo, puede comprobar fácilmente que los códigos penales de numerosas democracias occidentales también vetan, con mayor o menor rigor, la ofensa hacia los sentimientos religiosos: Alemania (art.166), Italia (art.724), Austria (art.188), Grecia (art.198), Suiza (art.261), Canadá (art.296), Dinamarca (art.140), etc.

El siempre lúcido Groucho Marx afirmaba que es mejor permanecer callado y parecer tonto que abrir la boca y despejar todas las dudas. Este sabio consejo no parece triunfar en las redes sociales, y son varios los gurús de internet que han mostrado su inquietud ante la escasa fiabilidad de sus contenidos. Mientras no se implemente un sistema para autentificar las informaciones, supongo que tendremos que someternos a la deprimente máxima de Aristófanes: “la desconfianza es la madre de la seguridad”.

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