Escala de grises

Publicado en el Diari de Tarragona el 16 de julio de 2017


La posición adoptada por los “comuns” ante la eventual consulta del 1-O ha levantado una enorme polvareda. Podemos y sus formaciones afines han decidido respaldar la jornada como un acto de legítima movilización contra la pasividad del gobierno, aunque sin concederle el carácter vinculante que desean otorgarle los convocantes. Este complicado intento de adoptar una posición matizada ha sido objeto de numerosos ataques desde el frente independentista.

Así, por ejemplo, Carles Puigdemont ha reprochado a los comunes que “van vestidos de antisistema pero, cuando les pides ayuda, por sistema están al lado de Felipe González, de Aznar y de Zapatero”. Con la misma contundencia que el President se han manifestado sus socios de la CUP: “Sillas o calle, escoged”. Me permito añadir unas terceras declaraciones, vertidas también estos días, con un destinatario y contenido semejantes: "o se está a favor del referéndum o no. No se puede ir con ambigüedades”. ¿Quién será el autor de estas críticas? ¿Oriol Junqueras, Artur Mas, Anna Gabriel, Lluis Llach…? Pues no. Estas palabras las ha pronunciado Xavier García Albiol, presidente del PP catalán, pero se asemejan al planteamiento independentista como dos gotas de agua. De hecho, es el mismo discurso: quien no está conmigo, está contra mí.

Personalmente no comparto la postura adoptada por los comunes, que huele más a un intento de no herir sensibilidades internas que a un posicionamiento específico. Sin embargo, la constatación sobre la existencia de diversos y nutridos colectivos con respuestas matizadas a la encrucijada política que vivimos es, en mi opinión, la cuestión verdaderamente relevante. Catalunya no es una Ruanda de hutus y tutsis, ni un Ulster de católicos y protestantes, ni un Iraq de sunitas y chiitas. Vivimos en un país plural y diverso, lleno de matices y opiniones, donde resulta disparatada la pretensión de encasillar a la población en dos bloques ideológicos homogéneos y antagónicos. Y precisamente por eso, en mi opinión, la fórmula de un referéndum a cara o cruz no parece el procedimiento idóneo para construir un futuro de forma armónica y cohesionada. No podemos decidir nuestro porvenir a los penaltis, con una mitad que vence a la otra por la mínima, sea quien sea el ganador.

De hecho, si me obligaran a clasificar en dos grupos a la población catalana, quizás lo más sensato sería colocar por un lado a los maniqueos (los que creen que todo es blanco o negro, los que jamás tienen dudas, los que se mimetizan con un discurso -sea el del Palau de la Generalitat o el de la Moncloa-) y por otro a los que creemos que lo humano es siempre caleidoscópico, los que necesitamos una impresora con escala de grises para representar nuestras opiniones, los que sabemos que no existen soluciones fáciles para problemas difíciles, los que hemos comprobado que no tenemos por qué coincidir con quien discrepa de nuestro antagonista. Lamentablemente, la espiral de radicalización que vivimos está abarrotando el primer grupo. Incluso, en ocasiones, la machacona campaña de un palacio y la enervante pasividad del otro parecen querer fomentar la confrontación en una sociedad que siempre se ha caracterizado por su envidiable cohesión. Los instigadores de esta polarización, por activa o por pasiva, responderán severamente por ello ante la historia.

Por poner un ejemplo, si me preguntasen mi opinión sobre la independencia de Catalunya, sinceramente no podría dar una respuesta categórica. Depende. Si concurrieran un horizonte detallado y viable, una clase dirigente preparada y modélica que generase confianza, y una masa crítica indiscutible y consolidada, quizás sería partidario de la secesión. ¿Por qué no? Honestamente, no siento ardorosa pasión por mi DNI español, una sensación que se reafirma desde hace décadas al abrir el periódico cada mañana. Sin embargo, una independencia articulada a través de una votación precaria y a ciegas, con unos líderes de andar por casa, y con una mayoría escuálida y coyuntural… ¡ni de broma! Entonces ¿de qué bloque soy? Ni lo sé, ni me importa. Y sospecho que no soy el único.

Los últimos barómetros del CEO acreditan que más de la mitad de los catalanes no están por la labor de embarcarse en aventuras náuticas de pronóstico reservado, pero también señalan que una inmensa mayoría de ciudadanos tampoco respaldamos el modelo vigente. Es evidente que este complejo estado de opinión no se soluciona con planteamientos maximalistas sino apelando a fórmulas de integración. Debemos olvidar los procesos de suma cero y facilitar el diseño de formatos que recuperen la vertebración en torno a un modelo más o menos aceptable para todos. No es necesario que entusiasme a una gran mayoría: basta con que sólo sea rechazado por una pequeña minoría (los extremistas de uno y otro lado). A este fin se orientan los incipientes encuentros para acelerar una reforma constitucional que nos saque del laberinto. La duda es si esta iniciativa llega a tiempo. Esperemos que sí.

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