Desconexión

Publicado en el Diari de Tarragona el 30 de julio de 2017


Al margen de lo miedoso que sea cada uno, el conjunto de viajeros aéreos puede dividirse en dos grupos fundamentales, atendiendo al mayor o menor recelo con el que dan ese último paso antes de abandonar la seguridad del finger: los que siempre han disfrutado de vuelos razonablemente plácidos, y los que no han gozado de esa suerte. Yo tuve la fortuna de pertenecer al primer grupo hasta hace quince años.

Volvíamos de pasar unos días en Estambul, con esa mezcla de sensaciones que suele caracterizar el final de unas vacaciones: un sentimiento de pena porque lo extraordinario se acaba, pero también un soterrado deseo de llegar a casa para dormir en tu querida cama. Ya habíamos superado la isla de Córcega y apenas quedaba media hora para aterrizar en Barcelona. De pronto, nuestro avión comenzó a sufrir unas violentas turbulencias. Las sacudidas fueron creciendo en intensidad hasta que se desató el pánico: portaequipajes abiertos, maletas rodando por los pasillos, gritos de histeria y -lo peor de todo- las azafatas abrochándose en sus asientos con gesto de terror. La reflexión fue inevitable: si ellas están asustadas, esto no es normal. Al igual que me sucedió cuando me monté por primera (y última) vez en el Dragón Khan, sólo fui capaz de cerrar los ojos, apretar los dientes, y agarrarme al asiento como un político sin profesión conocida. Afortunadamente no hubo que lamentar daños físicos, pero desde entonces una gota de sudor recorre mi frente cuando el suelo de la nave vibra más de la cuenta.

Dicen que cada maestrillo tiene su librillo, y yo he desarrollado un personalísimo método para sobrellevar las turbulencias: el efecto AC/DC. Efectivamente, cuando el avión comienza a dar bandazos y el recuerdo de aquel vuelo desde Turquía regresa a mi mente, me coloco los cascos y pongo los temas de los hermanos Young a todo volumen. Al igual que sucede con la banda sonora de una película, el entorno acústico cambia completamente la forma en que percibimos nuestro entorno. De hecho, he llegado a la conclusión empírica de que la sensación de inseguridad y peligro -irreales- que generan las turbulencias puede ser eclipsada con el potente sonido de la banda australiana: desconectas de la realidad, te pones como una moto, y hasta desearías que el avión se moviera más bruscamente para completar la experiencia hard rock. Ayer mismo, sobrevolando el sur de Alemania, el mal tiempo convirtió nuestro pequeño Airbus en una cazuela de pil-pil. Saqué los cascos y me administré una dosis extra de esta particular terapia: Shoot to thrill a toda pastilla. Mano de santo.

De vuelta ya en Catalunya he descubierto que la tensión política interna, lejos de menguar, está alcanzando unas cotas ciertamente inquietantes: los cambios de titular en diversos órganos de la Generalitat no dejan de sucederse, los nuevos responsables de la policía hablan abiertamente de contravenir la legalidad vigente, diversos cuadros intermedios comienzan a desfilar preventivamente por el cuartelillo… Parece que estas semanas hemos superado el punto de no retorno, y aquellos que auguraban un acuerdo amistoso que evitara el tan manido choque de trenes pueden renunciar a dedicarse profesionalmente a la videncia. El próximo trimestre será caliente. Muy caliente. Al margen de que algunos ceses se hayan disfrazado de dimisiones y viceversa, estos movimientos reflejan una tendencia preocupante: los dirigentes con un talante más abierto y pactista están abandonando sus puestos en la Generalitat, y van siendo sustituidos por políticos con un perfil mucho más radical.

El extremismo ideológico, sea del signo que sea, suele tener como característica habitual una notable tendencia a la desconexión de la realidad, un fenómeno que se manifiesta de forma evidente en nuestro caso. Efectivamente, los nuevos mandos autonómicos siguen negando su patética soledad internacional, y actúan como si gobernasen un país abrumadoramente independentista, cuando el propio CEO -dependiente del Govern- insiste en que los catalanes contrarios a la secesión son una clara y creciente mayoría (ocho puntos de diferencia en el último barómetro). ¿Qué sentido tiene abocarnos a un cataclismo institucional con un respaldo tan precario?

Puede que la causa de esta incapacidad para percibir las circunstancias del entorno tenga que ver con el efecto AC/DC. Efectivamente, el ruido atronador de la propia propaganda puede hipnotizar a los más ideologizados hasta hacerles desconectar, no ya de España, sino de la misma realidad que les rodea cuando no cuadra con su proyecto. Sin embargo, a diferencia de mi peculiar método de autosedación australiana, en este caso existen tres graves inconvenientes: ellos no parecen ser conscientes de vivir una ilusión, el estruendo está ocultando un peligro absolutamente real, y los efectos negativos de esta turbulencia se extenderán a quienes no viajamos en el avión. Convendría que alguien les quitara los cascos, aunque empiezo a sospechar que los tienen pegados con Loctite.

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