Lobo

Publicado en el Diari de Tarragona el 7 de agosto de 2016


Las semanas estivales suelen caracterizarse por una mortecina carencia de noticias relevantes. Puesto que el sistema evolutivo aún no ha otorgado a los periodistas la capacidad para hibernar cuando escasean los víveres, la sequía informativa suele traducirse habitualmente en una avalancha de titulares que en invierno no habrían merecido ni una simple mención. Pensemos, por ejemplo, en la repercusión mediática generada por la decisión de Donald Trump de expulsar a una mujer de un mitin porque su bebé no paraba de berrear. Apuesto a que los cronistas políticos españoles sueñan este año con alguna anécdota de este tipo para llenar sus páginas de agosto, pues ya no saben cómo sacar más punta a las infinitas y estériles reuniones que llevan celebrándose para pactar la elección del próximo presidente del gobierno. Aunque es cierto que la ausencia de noticias puede ser en ocasiones una noticia en sí misma, sospecho que en el caso concreto de las negociaciones para la investidura quizás se esté abusando ya de la magnánima paciencia de los sufridos lectores. Si por mí fuera, los periódicos e informativos podrían omitir cualquier referencia a este tema hasta que haya fumata blanca (que la habrá).

Uno de los recursos más habituales para alimentar el famélico periodismo estival consiste en recurrir a la inmemorial y generalizada afición por las historias curiosas. Sólo así se entiende que media España esté hoy preocupada con ese matrimonio que se niega a poner a su hijo otro nombre que no sea Lobo, pues desde antes de nacer lo llamaban así y “él respondía dando pataditas en la tripa”. Al margen del cierto frikismo que sugieren algunas manifestaciones de los progenitores, lo cierto es que la Dirección de los Registros y del Notariado ha decidido aceptar la solicitud de esta familia, revocando así el dictamen emitido en su día por una funcionaria de Fuenlabrada. Por lo visto, en España ya hay dos precedentes que avalarían las pretensiones de los padres, y además la administración ha revocado su antiguo criterio que impedía nombrar a un niño con un apellido común.

Simplemente nos encontramos ante una de tantas familias que legítimamente han decidido abandonar la tradición milenaria de bautizar a sus hijos con nombres del santoral, un fenómeno que probablemente sea fruto de la confluencia de diversas causas: la progresiva secularización de nuestra sociedad, la sobrevaloración del criterio estético propio, e incluso la influencia de la inmigración latinoamericana, que en estos menesteres demuestra una inventiva mucho más acusada que la prosaica población local. Me consta que esta pasión de ultramar hacia la originalidad nominal viene de lejos, tras la experiencia acumulada por un tío segundo mío que ejerció como sacerdote en Cuba hace más de medio siglo. Como botón de muestra, recordaba a un feligrés que se empeñó en ponerle a su hijo el nombre de Stalin, sin mostrar la más mínima vacilación que permitiera atisbar la posibilidad de negociarlo. Gracias a Dios, las dotes de persuasión del párroco Arrizabalaga Balerdi lograron que aquel hombre aceptase finalmente bautizar al niño como José.

Sin embargo, este ejemplo quedó reducido a una mera anécdota menor cuando un amigo me envió varias copias de documentos oficiales que acreditaban los insondables límites que puede alcanzar esta obsesión creativa. Entre otros, incluía los carnets de dos chilenos que tienen como nombre de pila Rolling Hendrix o Shakespeare Mozart Amstrong. México también ofrece ejemplos interesantes, como un individuo llamado Christmas Day o dos compatriotas suyas que responden al nombre de Laydi Diana (sic) y Usnavy Marina. Si seguimos recorriendo la geografía latinoamericana podemos encontrar a una Venezuela Libre Socialista (Venezuela), un Email y una Disney Landia (Uruguay), un James Bond Cero Cero Siete (República Dominicana), o un Cyborg (Bolivia). En mi opinión, la palma se la lleva un colombiano a quien sus despiadados padres bautizaron como Jesucristo Hitler Paracelso.

No es aventurado augurar que un exceso de creatividad paternal puede convertir la vida del pobre chaval en un auténtico vía crucis. Afortunadamente nuestro legislador tiene íntimamente asumido que a todo lo llaman padre, y en consecuencia ha establecido que el poder para elegir el nombre de un hijo es limitado. Por ejemplo, no se puede inscribir un nombre ofensivo, una prohibición que algunos han considerado aplicable en el caso de nuestro bebé fuenlabreño. ¿Acaso es Lobo un nombre ofensivo? Puede ser discutible. ¿No es más ofensivo que te llamen Abundio, Próculo, Austricliniano o Cojoncio? Indudablemente. ¿Qué culpa tiene un niño de que así se llamara su difunto bisabuelo? Ninguna. ¿Algún funcionario público impediría adjudicar estos nombres del santoral a una pobre criatura indefensa? Lo dudo mucho.

Supongo que poco a poco tendremos que abrir nuestras conservadoras mentes para aceptar con normalidad que los nuevos tiempos también han llegado al ámbito nominal. Después de todo, su objetivo fundamental consiste en diferenciarnos a los unos de los otros, y en consecuencia la variedad es un valor que debe reconocerse. Esta función esencial de los nombres salió a relucir en el reciente debate político y legal que se planteó para superar la tradicional prioridad del padre sobre la madre en la transmisión del primer apellido a los descendientes. En mi opinión, fueron los peneuvistas quienes lanzaron la propuesta más lúcida al sugerir que debería anteponerse el apellido menos habitual sobre el más común: si la denominación sirve fundamentalmente para distinguirnos, a falta de acuerdo entre el padre y la madre, habrá que potenciar aquello que cumple con este objetivo. Lógico.

En cualquier caso, volviendo a la cuestión de los nombres de pila, convendría que todos nos detuviéramos a pensar que alguien debió ser el primero en bautizar a su hijo con cualquiera de las designaciones que hoy consideramos convencionales. ¿Lobo? Al menos no le han llamado Cyborg.

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