Dios salve a nuestros jueces

Publicado en el Diari de Tarragona el 21 de agosto de 2016


La actividad que se desarrolla en los tribunales puede ser una fuente inagotable de anécdotas. Sin ir más lejos, hace una semana los lectores del Diari pudimos disfrutar de un divertidísimo artículo donde Paco Zapater destacaba algunas de las más desternillantes. Afortunadamente, la mayoría de estos jugosos sucesos suelen referirse a malentendidos lingüísticos sin consecuencias relevantes, pues contamos con un modelo judicial que limita las posibilidades de que el absurdo llegue a las cuestiones de fondo. No siempre es así en algunos países anglosajones, cuyo peculiar sistema provoca en ocasiones situaciones ciertamente delirantes.

Es habitual achacar estos esperpentos judiciales a la desmesurada afición norteamericana por litigar sin ton ni son. Pensemos, por ejemplo, en Timothy Dumouchel, un ciudadano de Wisconsin que en 2004 demandó a una adictiva cadena de televisión por haber provocado el sobrepeso de su mujer y la vagancia de sus hijos. Tampoco se quedó corta la cantante Kristina Karo cuando llevó a los tribunales a la actriz Mila Kunis por haberle robado un pollito cuando ambas eran unas niñas. Mención aparte merece Allen Ray Heckard, quien exigió a Michael Jordan 364 millones de dólares como indemnización por los daños emocionales derivados del presunto parecido físico entre ambos.

Sin embargo, la mera obsesión por pleitear se convierte en una cuestión menor (cada uno hace el ridículo como quiere) si pensamos en las ocasiones en que estas descabelladas reclamaciones concluyen con la condena del estupefacto demandado. Pensemos en Kathleen Robertson, una tejana que recibió 780.000 dólares de una tienda de cocinas por haberse roto el tobillo al chocar con un niño que correteaba por la exposición, una indemnización desconcertante teniendo en cuenta que el crío era su propio hijo. También un tribunal de Miami obligó a una empresa a pagar 40.000 dólares a una empleada por el miedo que le provocaba trabajar con empleados negros en la misma oficina. Aún peor le fue a la pobre familia Chung, propietaria de una tintorería en Washington, que se vio inmersa en una interminable batalla legal contra Roy L. Pearson tras haberle perdido su pantalón favorito. El demandante (un juez, para más señas) acabó exigiendo una indemnización de 67 millones de dólares por daños morales, y los Chung terminaron cerrando el negocio para volver a Corea del Sur.

La cantidad de casos similares es tan llamativa que en Estados Unidos han creado unos premios a la sentencia más absurda, los Stella Awards, bautizados así en recuerdo de la anciana que demandó a la cadena McDonalds’s tras haberse quemado las piernas al derramar el café que sujetaba entre las rodillas mientras conducía su vehículo. La cadena de hamburgueserías tuvo que indemnizar a Stella Liebeck con 3 millones de dólares, y desde entonces estos envases de cartón incluyen una advertencia para evitar nuevos pleitos: "¡Cuidado! Dentro hay una bebida caliente y puede quemarse".

Repasando este original ranking, en el quinto puesto encontramos a Terrence Dickson, un ladrón de Pennsylvania que quedó atrapado ocho días en la casa temporalmente deshabitada que estaba robando. Intentó salir por el portón del garaje pero el mecanismo estaba averiado y la puerta de acceso sólo se abría desde la vivienda. La familia que vivía en el inmueble tuvo que pagarle medio millón de dólares por daños morales.

Un puesto por encima se encuentra Kara Walton, de Claymont (Delawere), quien se rompió varios dientes al intentar escapar por la ventana del baño de un pub para no pagar la cuenta. Demandó al propietario y éste tuvo que abonarle los cuantiosos gastos dentales y una indemnización de 2.000 dólares.

La medalla de bronce es para Amber Carson, una joven de Lancaster que recibió 113.500 dólares tras romperse el coxis al resbalar con un refresco derramado en el suelo de un restaurante. Lo disparatado es que había sido ella misma la que había lanzado esta botella a su novio, media hora antes, en el transcurso de una pelea.

El subcampeonato corresponde a Jerry Williams, un residente en Little Rock (Arkansas), indemnizado con 14.500 dólares más gastos médicos después de ser mordido por el perro de su vecino en donde la espalda pierde su santo nombre. Parece que al jurado no le pareció relevante que la mascota estuviese correctamente enjaulada en el jardín de su propietario, y que fuera el propio demandante el que provocara el ataque disparando al animal con una pistola de perdigones.

En lo alto del podio se sitúa Merv Grazinski, un tipo de Oklahoma que compró una autocaravana Winnebago en noviembre de 2000. La estrenó en una autovía, programó el control automático de velocidad a 120 km/h, y… ¡se retiró a la parte de atrás para hacerse un café! Como era de prever, el vehículo se estrelló en la primera curva. Un jurado demente concedió al torpe Merv una indemnización de 1.750.000 dólares y una autocaravana nueva. Los libros de instrucciones de Winnebago recuerdan desde entonces que el control automático de velocidad no permite abandonar el puesto de conducción.

Viendo el panorama, supongo que es de justicia agradecer la sensatez que habitualmente caracteriza a nuestros jueces y magistrados, aunque últimamente los demandados norteamericanos han comenzado a tomarse la revancha frente a las extravagantes reclamaciones de algunos compatriotas. Recientemente un avispado abogado de Charlotte (Carolina del Norte) aseguró contra incendios una caja de carísimos puros. Después de fumarlos, demandó a la aseguradora alegando haberlos perdido en “una serie de pequeños incendios”. ¡Y ganó! La compañía pagó y a continuación contraatacó, exigiendo su encarcelamiento por haber provocado veinticuatro incendios intencionados en una propiedad asegurada. El caradura terminó pasando dos años en prisión y pagando una multa que doblaba la indemnización inicial. Donde las dan, las toman.

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