Nuestras pequeñas cosas

Publicado en el Diari de Tarragona el 31 de julio de 2016


Los hechos acaecidos durante las dos últimas semanas en Niza, Ankara, Wurzburgo, Múnich o Saint Etienne se han convertido para los europeos en una bofetada de realidad que está alentado una nueva forma de entender el significado y el alcance de la amenaza islamista. Estos inquietantes acontecimientos deberían ayudarnos a valorar en su justa medida el reto al que nos enfrentamos, aunque sospecho que en nuestro entorno más cercano los problemas locales están difuminando esta necesaria concienciación.

Nuestro particular “Bloody July” comenzó el día 14, cuando un joven tunecino residente en Niza atropelló y disparó a la multitud que se había concentrado en el Paseo de los Ingleses para ver los fuegos artificiales del Día Nacional de Francia. Mohamed Lahouaiej Bouhlel era un viejo conocido de la gendarmería gala, tras haber sido detenido en numerosas ocasiones por la comisión de diversos delitos menores. Este ladrón de poca monta, sin oficio ni beneficio, no se caracterizaba por su especial fervor religioso sino por todo lo contrario. Apenas pisó la mezquita hasta el pasado mes de abril, cuando inició un proceso vertiginoso de radicalización que lo llevó a asesinar indiscriminadamente a 84 personas en nombre del Dáesh.

Al día siguiente, los medios de comunicación de todo el mundo daban cuenta de un confuso golpe militar en Turquía que presuntamente buscaba derrocar al presidente Recep Tayyip Erdoğan. El ejército turco ha sido el garante histórico de los valores laicos instaurados por Atatürk, lo que otorgaba verosimilitud a una sublevación que teóricamente buscaba frenar las crecientes reformas teocráticas y personalistas de Ankara (motivo por el que la respuesta de las cancillerías occidentales resultó sumamente tibia). Sin embargo, la rebelión fue ejecutada de forma tan chapucera y beneficiosa para el gobierno, que es difícil rechazar de plano la teoría conspiratoria del autogolpe. Recordemos a Medea: "cui prodest scelus, is fecit" (aquel a quien aprovecha el crimen es quien lo ha cometido). Decenas de miles de opositores a Erdoğan han sido purgados (jueces, militares, periodistas, policías, gobernadores, incluso registradores de la propiedad) y la conversión de Turquía en un régimen islamista parece imparable.

Cuatro días después, un joven afgano que había entrado en Alemania como refugiado sembraba el terror en un tren que circulaba entre las poblaciones bávaras de Treuchlingen y Wurzburgo. “Allahu Akbar” (Alá es grande) fueron las palabras que pronunció el asesino, según los portavoces del gobierno local, antes de emprenderla a hachazos contra los viajeros. El autor del atentado, que apenas contaba los diecisiete años de edad, vivía con una familia de acogida en Ochsenfurt. Tras el ataque, un registro de esta vivienda ha permitido a la policía encontrar una bandera del Dáesh en su dormitorio. Es lógico que la inquietud se extienda ahora entre la población alemana, muy crítica con los escasos sistemas de filtrado migratorio que se han implantado a raíz de la guerra de Siria, tras haber abierto sus puertas a más de un millón de refugiados durante el pasado año.

Precisamente fue otro solicitante de asilo quien se inmoló el domingo siguiente en Ansbach, al sur de Alemania, explotando una bomba en el transcurso de un festival de música. Al igual que el asesino de Niza, Mohamed Dalil era también un delincuente común fichado por la policía por pequeños robos. Los investigadores encontraron en su móvil un vídeo en el que juraba lealtad al líder del Estado Islámico, Abu Bakr Al Baghdadi.

Por último, esta misma semana un comando yihadista tomaba al asalto una pequeña iglesia de Normandía, en la periferia de Rouen, durante la celebración de la misa matutina. Los islamistas hicieron arrodillarse al viejo sacerdote que presidía la celebración y lo degollaron a sangre fría, grabando la macabra escena con una cámara para poder difundirla entre sus correligionarios. Una monja que asistía a la eucaristía tuvo la oportunidad de escapar del templo y pedir auxilio. La policía acudió inmediatamente al lugar y abatió a los dos asesinos, Adel Kermiche y Malik Petitjean, ambos nacidos en Francia. Se da la paradójica circunstancia de que el octogenario clérigo asesinado en Saint Étienne du Rouvray, Jacques Hamel, había cedido recientemente unos terrenos de la parroquia a la comunidad musulmana para poder edificar una mezquita.

La forma en que los medios de comunicación de los países de nuestro entorno han tratado estos dramáticos sucesos evidencia que Europa vive conmocionada con unos acontecimientos en los que se juega su futuro. Nuestros vecinos son perfectamente conscientes de que vivimos unos momentos cruciales de nuestra historia, que exigen un debate en profundidad sobre el camino que debemos tomar para garantizar nuestra supervivencia como civilización. Sin embargo, da la sensación de que nuestras pequeñas cuitas domésticas están logrando que la discusión pública relegue o minusvalore un desafío de proporciones inabarcables.

Lamentablemente, el debate que se percibe actualmente en nuestros periódicos y televisiones parece reducirse a las apuestas sobre quién se abstendrá en la próxima investidura, a la posibilidad de que el independentismo se decante por la DUI o la RUI, a los efectos de los nuevos precios de los parkings municipales… Todo esto está muy bien, sin duda, pero cabe preguntarse si en el fondo estamos preocupándonos por la decoración de un palacio que amenaza con desmoronarse. No pretendo en este artículo abordar la postura específica que debemos tomar ante el reto que los acontecimientos de este mes auguran, pero sí reclamar la urgente necesidad de afrontarlo con valentía y debatirlo sin pelos en la lengua. No es tiempo de trivialidades, postureos, visceralidades, demagogias, ni buenismos. La decisión que adopte Europa ante la amenaza islamista, sea ésta cruenta o no, se convertirá en una de las claves esenciales que definirán cómo será el continente que heredarán nuestros hijos.

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