¿Derecho a no salvar?

Publicado en el Diari de Tarragona el 12 de junio de 2016


El director de la Organització Catalana de Trasplantaments, Jaume Tort, compareció la semana pasada para hacer públicas las últimas cifras sobre nuestra realidad sanitaria en el ámbito de las donaciones de órganos. Debemos sentirnos orgullosos de liderar las estadísticas en este relevante campo, tras haber alcanzado el año pasado los 127 trasplantes por cada millón de habitantes, una tasa que supera a la española en 23 puntos y que duplica la media de la Unión Europea. Según la OCATT, la inmensa mayoría de las familias aceptan la extracción de órganos de sus parientes fallecidos, un fenómeno que pone de relieve la gran concienciación social que hemos logrado en este terreno durante las últimas décadas.

Es difícil encontrar otro ámbito en el que un esfuerzo tan modesto pueda generar un bien tan enorme. En ese sentido, no debería sorprendernos que seis de cada siete familias accedan a que los órganos de sus difuntos sean destinados al trasplante. Lo que sí resulta chocante, incluso indignante, es la actitud de esa séptima parte de ciudadanos que se niegan a salvar la vida de un semejante con los restos de un pariente fallecido. Precisamente por ello, me propongo defender en este artículo una tesis que probablemente resulte controvertida.

Espero que me permitan un inciso para referirme a un concepto jurídico ampliamente extendido en los ordenamientos de nuestro entorno: el deber de socorro. Se trata de una figura vinculada a los valores consustanciales a nuestro modelo de civilización: la solidaridad, la compasión, la ayuda mutua… En nuestro sistema legal viene recogido en forma negativa, al tipificar como delito la omisión de esta obligación ciudadana. Así, en el Título IX del Libro II del Código Penal, el artículo 195 castiga a quien “no socorriere a una persona que se halle desamparada y en peligro manifiesto y grave, cuando pudiere hacerlo sin riesgo propio ni de terceros”.

La jurisprudencia española ha defendido reiteradamente que el bien jurídico amparado de forma inmediata por la norma es la solidaridad humana o los deberes cívicos más elementales, aunque el objeto de protección mediato sea en definitiva la propia vida o integridad humana, tal y como reafirmó el TS en su sentencia de 28 de enero de 2008. A la hora de considerar si una situación dada es asumible dentro de esta tipificación, nuestros tribunales exigen la concurrencia de una serie específica de circunstancias en el supuesto de hecho: el conocimiento de la existencia de una víctima que necesita una ayuda urgente para evitar un daño grave, la posibilidad real de socorrer a esa persona de forma eficaz, la inexistencia de riegos para el que ayuda o para terceros, y la valoración social negativa de esa omisión concreta. Apliquemos ahora estos cuatro criterios al caso que nos ocupa.

Para empezar, en indudable que los familiares del posible donante conocen perfectamente la existencia de una enorme lista de espera con pacientes cuya vida corre un riesgo cierto si no son trasplantados a tiempo (en estos momentos, más de mil doscientas personas esperan un órgano en Catalunya). Por otro lado, desde el mismo momento en que el hospital correspondiente les solicita la donación, saben que su gesto puede socorrer de forma inmediata a uno de estos enfermos. En tercer lugar, no hace falta aprobar el MIR para darse cuenta de que el difunto no corre ningún riesgo donando sus órganos. Y por último, el hecho de que seis de cada siete familias acepten el trasplante evidencia que se trata de un acto socialmente valorado, y en ese sentido, oponerse a ello conlleva una consideración negativa indiscutible.

Parece evidente que negarse a que los órganos de un pariente fallecido puedan salvar la vida de un conciudadano encaja como un guante en el tipo previsto en el artículo 195 del Código Penal. Con esto no pretendo defender que se juzgue penalmente a estos familiares, sino resaltar que cerrarse a la donación de órganos post mortem choca frontalmente con los valores que informan nuestro ordenamiento jurídico. En ese sentido, desde mi punto de vista, la negativa a salvar una vida no debería estar amparada por la ley. Quizás convendría dejar de entender esta cuestión como un acto exclusivamente vinculado al ámbito moral, para trasladarlo definitivamente a la órbita del deber jurídico: del mismo modo que un ciudadano no puede por ley dejar morir a un accidentado en la cuneta, tampoco debería poder abandonar a su suerte a un paciente en una cama de hospital.

Sinceramente, con la mentalidad actual, cuesta entender qué pasa por la cabeza de quien rechaza este deber básico ciudadano. ¿Acaso les preocupa que las cenizas de la urna pesen cien gramos menos? ¿Tienen algún interés especial en alimentar a los gusanos del cementerio? No es admisible que en pleno siglo XXI haya personas que fallecen en los hospitales por la superstición y las supercherías de algunos incívicos. El derecho a la vida de un ser humano debe estar por encima de estas cuestiones y la ley ha de garantizar una jerarquía lógica en la defensa de los bienes jurídicos. ¿Acaso la contribución fiscal a los gastos generales o la conducción responsable por carretera dependen de la buena voluntad de los individuos? No, los imponemos normativamente, porque consideramos que en estos casos el fin perseguido tiene mayor entidad que la libertad de elección personal. Son cientos los ciudadanos que salvan su vida anualmente gracias a los trasplantes y debemos felicitarnos por ello, pero aún hay mucho trabajo por hacer. Donde no llega la solidaridad, que llegue la ley.

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