La fragilidad de un vínculo

Publicado en el Diari de Tarragona el 3 de abril de 2016


El corazón de la vieja Europa ha vuelto a ser blanco de la demencia yihadista, tras la masacre perpetrada la semana pasada en el aeropuerto bruselense de Zaventemy y la estación de metro de Maelbeek. Pocos días después, la minoría cristiana de Lahore vio cómo la celebración de la Pascua se convertía en un nuevo baño de sangre en el parque Gulshan-e-Iqbal, donde decenas de niños vieron truncadas sus inocentes vidas para siempre.

Cuando observamos los métodos del DAESH, lo más llamativo a primera vista suele ser su extrema crueldad. Ciertamente, el grado de sadismo demostrado por estos bárbaros apenas tiene precedentes, sobre todo teniendo en cuenta su premeditación y sistematicidad. Pensemos en los tristemente célebres videos donde estos nuevos yihadistas queman vivos a sus prisioneros, lanzan al vacío a homosexuales desde lo alto de edificios, adornan las verjas de los parques con cabezas seccionadas, o sumergen bajo el agua grandes jaulas repletas de disidentes cuya agonía es detalladamente registrada con cámaras submarinas. Sin embargo, como su propio nombre indica, el recurso básico de todo terrorismo es el amedrentamiento, y en ese sentido la novedad de lo que estamos viviendo quizás sea más cuantitativa que cualitativa (dicho sea sin ánimo de restar un ápice de gravedad a lo relatado).

En mi opinión, lo verdaderamente sorprendente del DAESH es el contraste entre una brutalidad física inaudita y una elaborada y sibilina estrategia que no siempre somos capaces de descifrar. Si analizamos nuestra historia reciente, el terrorismo tradicional ha sido muy claro y explícito en sus objetivos: el IRA atentaba para que el gobierno británico terminara aceptando la reunificación irlandesa, diversas organizaciones de Oriente Próximo secuestraban aviones y cruceros para mantener el conflicto palestino en la agenda internacional, ETA amenazaba con seguir asesinando hasta que el estado reconociera la soberanía vasca a través de la alternativa KAS, Al Qaeda atacaba intereses occidentales para forzar la salida de sus tropas de los lugares sagrados del Islam… Hasta los terroristas tienen su lógica, y por muy inhumana que pueda parecernos, establecían en su estrategia una relación causa-efecto verosímil que dejaba poco espacio a la imaginación.

Si nos centramos en la problemática actual, se supone que el ejército de Abu Bakr al-Baghdadi tiene como meta la implantación de un califato desde Asia Oriental hasta España, rememorando el imperio musulmán en su época de máximo esplendor. Desde una mentalidad asesina, puede parecer eficaz para sus objetivos la perpetración de grandes atentados en países islámicos (recordemos que la mayoría de víctimas del terrorismo salafista son musulmanes) pues de este modo se logra someter internamente a la disidencia a través del miedo. Sin embargo, ¿alguien es capaz de comprender cómo unos asesinatos masivos en Europa pueden favorecer la consecución del califato? De hecho, el único efecto que están logrando en este sentido es que los países atacados se involucren más activamente en la guerra de Siria e Irak, como ha sucedido recientemente con Francia y Bélgica. ¿Qué consigue entonces el DAESH reclutando a delincuentes de medio pelo para que exploten en París o Bruselas? El simple recurso al odio antioccidental quizás resulte demasiado pobre para interpretar estas acciones. Una explicación plausible, entre otras muchas, es que el nuevo yihadismo ha identificado finalmente al principal enemigo en su lucha por someter a Europa: la integración.

A nadie se le oculta que el principal activo del islamismo radical en su ofensiva occidental es la demografía. La UE acoge actualmente a veinte millones de musulmanes, una cifra que según los expertos se duplicará en menos de tres décadas. Estos pronósticos podrían llevar a pensar que los choques que toda migración masiva acarrea se multiplicarán a medio plazo en nuestro continente, un inquietante augurio que quizás no valore suficientemente la capacidad de adaptación que diferentes mareas humanas han demostrado históricamente. Pensemos en el caso norteamericano, un país que ha acogido un éxodo multicultural y masivo desde todos los puntos del planeta, y que ha sido razonablemente asimilado con el paso de las generaciones.

Sin embargo, este proceso no suele producirse de una forma automática, puesto que requiere un empeño bidireccional de sus protagonistas que no siempre resulta fácil: actitud de apertura del que recibe, y deseo de adaptarse del que llega. Este objetivo no siempre concita la adhesión en ambos colectivos, especialmente entre quienes parecen incapaces de diferenciar la realidad posible de la mera ensoñación: los irreductibles autóctonos que aspiran a conservar una sociedad sin mezcla, y los fundamentalistas foráneos que buscan trasladar los esquemas de su tierra natal al lugar que les acoge. Estas visiones extremistas y retroalimentadas son los principales adversarios de la integración, pues favorecen la ruptura del frágil vínculo identitario entre el inmigrante y su nuevo país. Es quizás en este punto donde los atentados europeos del DAESH alcanzan su sentido estratégico, pues su efecto inmediato es un aumento exponencial del sentimiento islamofóbico, tal y como comprobamos a diario en los medios de comunicación. Este fenómeno provoca una inevitable brecha afectiva que consolida el aislamiento del colectivo musulmán en nuestro continente, cuya consecuencia comprobada es la radicalización.

El salafismo detesta que la comunidad islámica se sienta cómoda en Europa, pues no existe nada más lejano a su mentalidad que un musulmán adaptado a la sociedad occidental. Si hay algo que deberíamos aprender de los atentados de Bruselas (además de la necesidad imperiosa de crear un FBI europeo) es la facilidad con la que nuestras calles vuelven a llenarse de esvásticas cuando se agita el rechazo global a un colectivo. Los xenófobos le están haciendo el juego al yihadismo, pero siguen siendo incapaces de entenderlo. 

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