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Publicado en el Diari de Tarragona el 7 de febrero de 2016


La sala noble de la Casa Canals fue el imponente marco elegido el pasado martes para la rúbrica del acuerdo que permitirá un gobierno municipal sólido en el Ajuntament de Tarragona durante el resto de la legislatura. Como era de prever, la firma ha provocado un aluvión de críticas desde los partidos de la oposición, algunas más razonables que otras. Probablemente el reproche más justo que puede lanzarse al nuevo pacto es haberse gestado como recurso para sobrellevar la innegable debilidad que atenazaba a las tres formaciones firmantes.

Efectivamente, la escuálida victoria que los socialistas obtuvieron el pasado mes de mayo (nueve concejales de veintisiete) no era un resultado suficiente para afrontar con garantías los importantes y complejos retos que la ciudad tenía por delante. El alcalde Ballesteros necesitaba consolidar un gobierno estable con el concurso de otras fuerzas políticas, y finalmente se ha decantado por los partidos con los que más y mejor ha colaborado durante los últimos años en las cuestiones clave (Jocs Mediterranis, presupuestos, grandes equipamientos, etc.), aunque esta decisión le haya costado una sonora protesta del sector más radical e inflexible de su partido.

Aún mayor fue el correctivo electoral que sufrió el PP el pasado año, pasando bruscamente de siete a cuatro concejales (que no se quedaron en tres por apenas cuarenta votos de diferencia). Pero lo más grave para los populares no fue volver a convertirse en un partido menor a nivel local, sino perder el liderazgo municipal del centro derecha españolista en favor de Ciudadanos. Alejandro Fernández ha logrado sortear con este pacto la irrelevancia a la que parecía destinado, aunque la asunción de poder efectivo le obligará a transformar sus encendidas soflamas en realidades contantes y sonantes, único modo de silenciar a quienes le acusan de llevar una década ofreciendo un discurso ilusorio y demagógico propio de los partidos de oposición crónica.

Por su parte, Unió Democràtica de Catalunya vive un momento crítico tras perder toda su representación institucional en el Parlament, el Congreso y el Senado. Los democristianos luchan desesperadamente por no desaparecer, y la entrada en el gobierno local les permitirá obtener una visibilidad de la que carecerían por completo si permaneciesen en la oposición. El acierto con el que Josep Maria Prats gestione la Concejalía de Cultura resultará determinante para el futuro de esta veterana formación catalanista en nuestra capital. Ser o no ser. 

Aunque parece incuestionable que la argamasa que ha empastado a los tres partidos firmantes ha sido la confluencia de unos resultados electorales poco satisfactorios, a la oposición no le ha bastado con destacar esta evidencia y ha lanzado además una serie de dardos envenenados que, en mi opinión, resultan llamativamente sorprendentes viniendo de donde vienen.

En primer lugar, el líder local de Ciudadanos no ha tardado en reprochar a los nuevos socios de Ballesteros que hayan otorgado un cheque en blanco al veterano alcalde. Es cierto que el documento del acuerdo no plantea cambios revolucionarios en la ruta transitada por los socialistas durante los últimos años, pero es fácil sospechar que tampoco lo pretendía. Lo que sí resulta asombroso es que esta acusación provenga del partido de Albert Rivera, dedicado últimamente a poner la alfombra roja a diversos gobiernos sempiternos allí donde su respaldo activo o pasivo lo ha permitido (Susana Díaz en Andalucía, Cristina Cifuentes en Madrid, Juan Vicente Herrera en Castilla y León…). No sé si Ciudadanos está en la mejor posición para tachar un pacto de continuista. 

Por otro lado, diversas voces de ERC y CDC han puesto el énfasis en el escoramiento españolista del acuerdo, lamentando que el nuevo ejecutivo municipal no refleje fielmente el fraccionado estado de opinión local sobre el proceso político que vive Catalunya desde el año 2012. Es cierto que el voto independentista sumó un importante número de papeletas en las elecciones de mayo, y en ese sentido la observación es correcta. Sin embargo, vuelve a llamar la atención que esta crítica la formulen unos partidos que acaban de conformar un Govern nítidamente independentista, pese a que el pasado 27S las formaciones partidarias de la ruptura con España apenas obtuvieron el respaldo del 47% de los catalanes. O exigimos que los gobiernos representen proporcionalmente todas las sensibilidades políticas del cuerpo electoral, o aceptamos que la democracia se articula sobre un juego de mayorías suficientes a nivel representativo. Aquí y allí.

En último lugar, parece que a las fuerzas situadas más a la izquierda les ha escandalizado que Josep Fèlix Ballesteros haya pactado con un partido inmerso en innumerables casos de corrupción. Ciertamente, en cualquier país nórdico o anglosajón el lamentable historial de los populares en este ámbito habría provocado su automática refundación partiendo de cero. Sin embargo, hace escasas semanas también los diputados de la CUP, revolucionarios garantes de la limpieza institucional, regalaron la presidencia de la Generalitat a una formación que ellos mismos condenaban con gruesas descalificaciones por los numerosos escándalos en los que se ha visto envuelta. Parece que, según algunos, jamás debe pactarse con un partido salpicado con la corrupción… salvo que sea independentista. Ah, entonces sí.

En cualquier caso, son muchos los ciudadanos que han mostrado esta semana su malestar por un acuerdo que consideran forzado y antinatural. Es comprensible. Todavía carecemos de la suficiente cultura del pacto y seguimos confundiendo negociación con traición. Sin embargo, la nueva atomización electoral exige la acumulación de fuerzas, y Tarragona no necesita ideologías numantinas sino gestión eficaz de los problemas que nos afectan a todos. Si actualmente se está abogando por el levantamiento de las líneas rojas para pactar un nuevo gobierno español, cuánto más habrá que hacerlo a nivel local. A trabajar.

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