Pactos y programas

Publicado en el Diari de Tarragona el 28 de febrero de 2016


El abuso de una posición dominante, especialmente en política, se termina pagando antes o después. El sistema español (a diferencia del norteamericano, por ejemplo) apenas prevé contrapoderes frente a la potestad omnímoda de quien conquista la mitad más uno de los escaños en el Congreso. Puede que precisamente por ello, tras cuatro décadas de ejercicio abusivo de este modelo, los votantes hemos decidido crear un contrapeso en forma de mayorías escuálidamente minoritarias. A falta de pan buenas son tortas.

La época de los apabullantes triunfos electorales ha tocado a su fin (al menos de momento), un cambio drástico y repentino cuyas consecuencias algunos todavía no acaban de digerir. El mero hecho de que las formaciones vencedoras apenas alcancen últimamente una cuarta parte de los sufragios no constituye un mero guarismo novedoso, sino una auténtica revolución electoral que debe acarrear una alteración sustancial en el modo de entender el juego político durante los próximos años. Lo que ha cambiado no es el escenario sino la obra misma, pues la identificación automática entre vencedor y gobernante ha pasado a la historia.

Los efectos de este fenómeno en la opinión pública se amplifican por la confluencia de otra circunstancia paralela. Como acertadamente señala el filósofo Daniel Innerarity, la combinación de democracia e hiperconectividad ha convertido la política en una campaña electoral permanente. A diferencia de lo que ocurría hace un par de décadas, cada uno de los puntos propuestos actualmente por las diferentes formaciones son analizados, contrastados y difundidos exhaustivamente gracias a las nuevas tecnologías, escudriñando como nunca si determinado gobernante actúa o no de acuerdo con lo que decía cuando no era más que un aspirante al trono.

Si sumamos por un lado el grado de seguimiento informativo de las diferentes propuestas políticas, y por otro la complejidad para implementar dicho proyecto por culpa del vigente fraccionamiento electoral, el resultado es una opinión pública atónita ante la disparidad existente entre lo inicialmente prometido por los partidos y lo que posteriormente pueden llevar a la práctica dadas las circunstancias. Aunque la frustración ciudadana derivada de este fenómeno no es nueva, el actual contexto político cambia sustancialmente su valoración, puesto que ya no nos encontramos ante un problema de voluntad política sino de capacidad real. Esta evidencia incide directamente en la responsabilidad sobre la situación, pues la posibilidad efectiva de transponer milimétricamente un programa electoral sobre un calendario de gobierno depende directamente del grado de atomización parlamentaria, un factor del que los votantes somos los únicos responsables.

El mandato ciudadano derivado de las últimas convocatorias electorales (en el Ajuntament de Tarragona, en la Generalitat de Catalunya, en el Gobierno de España…) tiene una lectura indiscutible: hay que pactar. En ese sentido, resulta incoherente que los votantes hayamos forzado a nuestros gobernantes a acordar proyectos conjuntos, y al mismo tiempo les critiquemos por no cumplir a pies juntillas la oferta electoral con la que cada formación concurría a los comicios. Se trata de una incongruencia evidente, y aun así el debate ciudadano actual (redes sociales, comentarios en diarios digitales, etc.) vive dominado por quienes reprochan a sus partidos de referencia no haber respetado en sus pactos todos y cada uno de los puntos del programa, una actitud aparentemente digna que sólo se comprende si es fruto de la ignorancia, la ingenuidad o el postureo.

Llama la atención que algunos ayatolás digitales del purismo ideológico sigan sin entender que un acuerdo de gobierno conlleva necesariamente el incumplimiento parcial del propio proyecto. Frente a lo que pudiera parecer, en una sociedad políticamente plural y fraccionada la transacción programática no sólo resulta respetable sino que además es deseable y provechosa. Lo contrario nos obligaría a concluir que gobernabilidad y mayoría absoluta son conceptos equivalentes, una tesis desmentida repetidamente en los veteranos sistemas parlamentarios del norte de Europa. Puede que precisamente la juventud e inexperiencia de nuestra democracia sea la causante de los recelos que desata la fórmula negociadora en nuestro país, un procedimiento que inevitablemente conlleva para cada parte combinar conquistas con renuncias.

El maximalismo ibérico tiene también su reflejo en el conflicto territorial que padecemos desde hace varios años, recompensando en las urnas a las posiciones extremas pese a ser evidente que el futuro deberá transitar por vías intermedias. Lo estamos comprobando en las últimas convocatorias electorales en Catalunya, con un notable aumento del voto a ERC en un lado del cuadrilátero, frente al despegue electoral de Ciutadans en la esquina contraria. Con los pies en el suelo, resulta imposible imaginar un horizonte político que no pase necesariamente por asumir los razonables postulados de formaciones actualmente arrinconadas como PSC o Unió, pero vivimos tiempos maniqueos donde es mucho más fácil conquistar el voto emotivo que el racional. Este choque de extremismos nos está costando un lustro de parálisis institucional, pero algunos parecen disfrutar con el espectáculo. Me temo que jamás escaparemos del actual laberinto mientras sigamos identificando transacción con traición, un planteamiento letal para una democracia moderna.

Precisamente esta misma semana hemos conocido el pacto de investidura firmado por Sánchez y Rivera, presuntamente encaminado a la formación del nuevo gobierno español. Nada más publicarse las condiciones del acuerdo, algunos simpatizantes socialistas y liberales se han rasgado públicamente las vestiduras por las renuncias aceptadas por cada parte. Algo parecido sucedió en Tarragona tras el pacto PSC-PP-Unió. En mi opinión, sólo quienes hayan pasado los últimos años en hibernación profunda pueden considerar viable, hoy en día, la conformación de un gobierno estable sin cesiones programáticas relevantes. Siguen viviendo en el pasado. Eso sí es vieja política.

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