¿Alguien ha visto a Joaquín?

Publicado en el Diari de Tarragona el 14 de febrero de 2016


Esta semana hemos conocido una de esas historias berlanguianas que sacuden nuestra actualidad con cierta recurrencia, y que probablemente resulten inconcebibles en la mitad septentrional de Europa. Según diversos medios de comunicación, el pasado 20 de enero el Juzgado Contencioso-Administrativo número 1 de Cádiz confirmó la sanción contra un funcionario del ayuntamiento de esta ciudad andaluza por haberse ausentado seis años de su puesto de trabajo. Supongo que no fui el único lector que sintió cierta desconfianza ante la noticia, sospechando que se trataba de uno de esos reclamos amarillistas que en el fondo ocultan una historia mucho menos impactante. Me equivocaba. El titular se quedaba llamativamente corto: no fueron seis años sino catorce, y el funcionario ni siquiera fue sancionado.

Joaquín García, antiguo trabajador de Dragados, comenzó en 1990 a prestar sus servicios como director técnico de Medio Ambiente en el consistorio gaditano, entonces gobernado por los socialistas. Casualmente era cuñado de Fermín del Moral, futuro candidato del PSOE a la alcaldía y presunto implicado en una trama de financiación irregular del partido. Ya en 1996, habiendo pasado el gobierno municipal a manos populares, el funcionario fue destinado a la empresa municipal Aguas de Cádiz para trabajar en la estación de La Martona. Nuestro protagonista fue acomodado en un gran despacho con paredes de cristal, pero pronto descubrió que “allí no había nada que hacer”. Según su versión, durante aquella época siguió acudiendo de vez en cuando a su puesto de no-trabajo, donde se entregaba al placer de la lectura. Por contra, los empleados del lugar siempre han defendido que jamás vieron a nadie tras aquel vidrio durante años. De hecho, el ingeniero invisible desconocía que su despacho había sido desmontado bastante tiempo atrás.

Década y media después, sin saber muy bien por qué, el recuerdo de aquel veterano funcionario cruzó la mente del concejal popular que lo había trasladado. Las propias declaraciones del político demuestran la escrupulosidad que caracterizaba los controles internos del consistorio: “¿Dónde estará este hombre? ¿Seguirá allí? ¿Se habrá jubilado? ¿Habrá fallecido? Como me constaba que seguía cobrando la nómina, llamé a Aguas de Cádiz y me dijeron que allí no sabían nada. Dieron por hecho que había vuelto al Ayuntamiento, y en el Ayuntamiento estaban convencidos de que seguía en Aguas de Cádiz”. Rigurosidad prusiana en estado puro.

En resumen, una mañana de 1996 Joaquín García se marchó a tomar un café y no volvió jamás. Hizo falta una década y media para que alguien lo echara en falta. El ayuntamiento inició un expediente por abandono del servicio y falta injustificada, suspendiéndolo de empleo y sueldo. Lamentablemente, esta medida sólo duró cuatro meses, puesto que durante la tramitación del procedimiento se le concedió la jubilación anticipada. ¡Por fin llegó el merecido descanso! A lo largo de tres lustros este funcionario fantasma cobró más de medio millón de euros en nóminas a cambio de no hacer absolutamente nada, pero la sentencia sólo le obliga a retornar el sueldo neto de un año, unos veintisiete mil euros, la cantidad máxima prevista por el Estatuto Básico del Empleado Público. Por si fuera poco, el extenuado jubilado ha solicitado al actual alcalde de Podemos que le perdone esta cantidad. ¡Ole tú, campeón! Ni siquiera se le ha impuesto una sanción. Y pudo ser peor: el ayuntamiento estuvo a punto de entregarle una placa por sus años de servicio…

Aunque las anécdotas son sólo anécdotas, en ocasiones pueden sembrar la duda sobre todo una colectividad o favorecer la perpetuación de determinados estereotipos inmerecidos. En ese sentido, el caso que nos ocupa podría ser injustamente utilizado para extender la presunción de improductividad sobre determinados colectivos profesionales o territoriales, sin tener en cuenta que la inmensa mayoría de dichos grupos cumplen con sus deberes de forma honesta y profesional. Sin embargo, un caso puntual sí puede convertirse en un síntoma relevante para diagnosticar los errores de un sistema que permite estos disparates.

Los que trabajamos como asalariados en el sector privado sabemos a ciencia cierta que un incidente como éste sería absolutamente impensable en el seno de una organización empresarial por dos motivos principales. Primero, porque el dinero que un empleador utiliza para pagar a sus trabajadores es suyo, y lógicamente suele verificar que lo gasta a cambio de un trabajo efectivo. Y en segundo lugar, porque un asalariado del sector privado que no realice correctamente su trabajo corre el riesgo cierto de perder su empleo, una motivación sumamente eficaz para quienes son incapaces de encontrar otros estímulos para cumplir satisfactoriamente su cometido.

Frecuentemente solemos preguntarnos en los foros de debate público por qué en determinados países los contribuyentes de todos los perfiles muestran una mayor propensión a defraudar impuestos que en otros lugares con menores niveles de economía sumergida. Parece evidente la relación de nuestra alta tasa de evasión fiscal con la permisividad ambiental ante este tipo de comportamientos, pero habitualmente se olvida que dicha tolerancia ante el fraude se halla estrechamente vinculada a una negativa percepción social sobre el modo de gestionar los fondos públicos, ese dinero que “no es de nadie” según la exministra Carmen Calvo. La lista de reproches sería interminable: nepotismo, servicios de baja calidad, redes clientelares, miopía estratégica, falta de exigencia interna, mordidas…

Si nuestras autoridades desean acometer un ejercicio de auténtica pedagogía social para reducir nuestros indecentes niveles de evasión fiscal, quizás deberían comenzar convenciendo a la ciudadanía de que administrarán el dinero común con la misma rigurosidad y exigencia con la que cualquier familia o pequeña empresa suelen exprimir sus modestos ingresos. Otro gallo cantaría.

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