Un plato es un plato

Publicado en el Diari de Tarragona el 4 de octubre de 2015

A lo largo de la semana hemos asistido a un interminable debate político y mediático para dilucidar quién fue el vencedor en los comicios del pasado domingo. En mi opinión, esta discusión apenas tiene recorrido, pues las normas electorales están para algo: las elecciones al Parlament las ganó holgadamente la candidatura encabezada por Raül Romeva, que podría alcanzar una clara mayoría absoluta de la cámara con el apoyo de las CUP. En consecuencia, puede afirmarse sin el menor género de dudas que el independentismo ganó los comicios, como así lo han reproducido la inmensa mayoría de los medios de comunicación internacionales. Punto.

Otra pregunta muy diferente es si los catalanes han votado mayoritariamente a favor de la independencia, pues la ley vigente distorsiona la trasposición de votos a escaños al conceder más valor a unas papeletas que a otras (por ejemplo, un voto el Lleida vale 2,4 veces más que en Barcelona). Entramos, por tanto, en un terreno que no tiene nada que ver con el triunfo electoral sino con la realidad sociológica que se esconde detrás de esos resultados, lo que durante estos meses se ha denominado el significado plebiscitario de la convocatoria. En este campo las cosas son mucho menos evidentes, aunque nunca falten los sectarios –en una y otra esquina del ring- que vean claridad y rotundidad donde el resto vemos complejidad y matices.

Los dirigentes de “Junts pel Sí” y su fanfarria mediática han vendido el 27S como la demostración de que Catalunya es mayoritariamente independentista (pese a que las propias CUP reconocen el fracaso del plebiscito) mientras la Moncloa y su caverna periodística han interpretado el escrutinio como un gran triunfo del españolismo (aunque se trate de una tesis que choca estrepitosamente con la realidad). Mientras no se celebre un referéndum en sentido estricto, con una pregunta clara como en el caso escocés, convertir los resultados de unas elecciones multipartidistas en una respuesta de blanco o negro será un ejercicio probablemente entretenido pero indudablemente estéril. Si queremos pulsar la temperatura política de los catalanes aprovechando los millones de votos emitidos el pasado domingo, quizás sea interesante recurrir al consejo que doy siempre a mis hijas cuando se bloquean con un problema de matemáticas: “sustituyamos los números por otros más pequeños y todo parecerá más sencillo”.

Imaginemos un grupo de veinticinco personas, y situémoslas en uno de los dos campos de una pista de tenis. Todas ellas están llamadas a posicionarse sobre el futuro político de Catalunya y nos servirán como muestrario proporcional. Coloquémonos en el asiento del juez de silla, tomemos el micrófono, y preguntémosles en primer lugar si creen que Catalunya debe independizarse de España en la legislatura que ahora comienza: doce de ellas comienzan a andar (JPS y CUP) y se sitúan al otro lado de la red. Es un número muy considerable, pero tal y como reconoció el propio Antonio Baños, son una cantidad insuficiente para embarcar a los veinticinco en un proyecto de alto voltaje por el que los trece restantes no han apostado explícitamente. A continuación les planteamos si creen que Catalunya debe ser una entidad política capaz de decidir su futuro de forma soberana: tres ciudadanos más deciden pasar en ese momento al otro campo (CSQEP y Unió). Ya son quince, frente a los diez que permanecen en su posición inicial. Es cierto que se trata de un planteamiento incompatible con el actual marco jurídico, y precisamente por ello la mayoría que se visualiza en la pista resulta muy relevante. Por último, les preguntamos si creen que el actual sistema territorial debe ser sustituido por un estado federal, donde la actual descentralización de los gastos venga acompañada de una descentralización de los ingresos: ocho personas más empiezan a caminar (Cs y PSC) y cruzan al campo contrario. El terreno de juego nos ofrece ahora una imagen demoledora: en un campo observamos a veintitrés ciudadanos que, de una u otra manera, están convencidos de que el modelo vigente está agotado; enfrente se sitúa una solitaria pareja (PP) que prefiere seguir como hasta ahora. Entonces aparece Mariano Rajoy en el palco y declara solemnemente: “Como los rupturistas son minoría, quiero trasladar a todo el mundo un mensaje de tranquilidad”. ¿Tranquilidad? ¿Qué debe suceder para que el Presidente se intranquilice?

La simple constatación de que la mitad de los catalanes quiere romper con España debería ser motivo suficiente para que alguien sintiera cierta inquietud en la Moncloa. Las portadas autocomplacientes de la prensa madrileña no pueden ocultar que sólo un ridículo porcentaje de los votantes apostó por mantener el estado autonómico. La situación es crítica y difícilmente reversible si el gobierno central se empecina en afrontar esta creciente desafección con una estrategia que sólo conoce la torpeza, la pasividad o la provocación. Los resultados del pasado domingo admiten interpretaciones razonables en sentidos muy diversos, pero no hay malabares estadísticos capaces de disimular que la aplastante mayoría de catalanes reclama cada vez con más fuerza un inmediato cambio de modelo territorial. La situación es la que es, o como diría Rajoy con su peculiar estilo, “un vaso es un vaso y un plato es un plato”.

Resulta inquietante que el Presidente experimentase una sensación de tranquilidad tras conocerse el veredicto del 27S, pues demuestra que vivimos en manos de un insensato que se niega a reconocer la realidad tal cual es. O quizás le da igual, que también podría ser, obcecado por vencer en diciembre. Si el nuevo año no trae un cambio de rumbo del estado, me temo que la ruptura definitiva será inevitable.

Comentarios

  1. Una buena demostración de como una situación compleja se puede analizar identificando partes coherentes más simples. Enhorabuena y gracias por la aportación

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