Guillermo y sus mujeres

Publicado en el Diari de Tarragona el 12 de julio de 2015


Los amigos y conocidos de la familia coincidían al señalar que el difunto fue siempre un marido y padre ejemplar. Vivía en la ciudad argentina de Tucumán, hasta que un repentino infarto se lo llevó por delante el pasado cinco de septiembre. El periódico local recogía al día siguiente la sentida esquela publicada por su viuda: “Guillermo del Castillo. q.e.p.d. Tu esposa Graciela y tus hijos, Pablo y María Laura, te despiden con dolor” (ante la posibilidad –remota- de que Mariló Montero esté leyendo este artículo, conviene aclarar que la abreviatura inicial significa “que en paz descanse”). Hasta aquí todo normal. Es una tradición consolidada mostrar públicamente el cariño hacia los seres queridos que nos dejan, especialmente cuando se han entregado en cuerpo y alma a su familia como el malogrado Guillermo.

Sin embargo, si uno continuaba leyendo aquella página de periódico, inmediatamente después aparecía otra nota fúnebre dedicada al mismo finado: “Mi gordito querido, mi Guille… Gracias por estos 5 años de felicidad. Tu amor por siempre, Susana”. Vaya por Dios. Puede que Guillermo fuera un esposo ejemplar, pero está claro que a Guille le iba la marcha.

Esta indiscreta y verídica esquela reveló post mortem que el Sr. Castillo mantenía desde hacía un lustro una relación paralela y clandestina con Susana Cegada, un apellido que quizás habría resultado más acertado para su desconsolada esposa. Parece que la amante se sintió liberada del deber de secreto tras la muerte de su gordito querido, y decidió difundir a los cuatro vientos el inmenso amor que ambos se profesaban. Supongo que el corazón de la viuda a punto estuvo de detenerse como el de su difundo marido. Puestos a buscar algo positivo al incidente, es probable que el intenso dolor de Graciela por la muerte de Guillermo menguara sustancialmente tras descubrir que su modélico marido llevaba cinco años poniéndole una cornamenta que para sí querrían los toros que esta semana han corrido por las calles de Pamplona.

No hace falta ser antropólogo para sospechar que la infidelidad conyugal es un fenómeno casi tan antiguo como el matrimonio mismo, una realidad reflejada en los abundantes estudios que revelan cifras asombrosamente elevadas sobre la proporción de maridos y mujeres que engañan a sus parejas de forma más o menos habitual. En épocas pasadas (y no tan pasadas) la figura de la amante gozó de cierta tolerancia social, pues en determinados ambientes se daba por hecho que un hombre con recursos tenía derecho a una mujer (fija) para formar una familia, y a otra (relativamente variable) para pasárselo bien. Incluso algunas esposas llegaban a conocer y consentir esta doble vida, aunque sólo fuera para que sus maridos las dejaran tranquilas de vez en cuando. Pese a tratarse de un fenómeno eminentemente machista, alguna mujeres de cierta posición social o económica también participaban en el juego. Por poner sólo un par de ejemplos conocidos, recordemos la colección de amantes de la emperatriz Catalina la Grande o de la reina Isabel II (la española, no piensen ustedes mal). Aun así, dudo que ningún cónyuge en toda la historia, sea hombre o mujer, haya disfrutado nunca luciendo una doble protuberancia ósea sobre su cabeza (un mensaje que, junto a otros, nadie ha transmitido de forma más inequívoca a su esposo que Lorena Bobbitt con su cuchillo de cortar embutido).

Desde una perspectiva sociológica, algunos sectores de opinión con tendencia al alarmismo sostienen que el progresivo declive de los valores tradicionales en las sociedades occidentales puede acabar con la fidelidad conyugal como uno de los pilares del matrimonio. Siento discrepar, pues mi percepción personal es que los jóvenes actuales son incluso más exigentes que sus abuelos a la hora de exigir exclusividad a sus parejas. Esta evolución, aparentemente paradójica, puede tener una causa muy concreta que intentaré desarrollar: la eliminación de las trabas legales y sociales para separarse.

La estadística sobre rupturas familiares demuestra que la resistencia del vínculo conyugal es cada vez menor, una fragilidad determinada desde un inicio por el hecho de que los matrimonios actuales han interiorizado que su compromiso es condicionado: a que la convivencia sea una fuente de felicidad para los dos, a que cada uno pueda realizarse individualmente, a que perviva el deseo de mantenerse unidos, etc. Se ha relativizado la trascendencia de la decisión fundacional, extendiendo su ejercicio a lo largo de toda la vida en común. Podríamos decir que el matrimonio indisoluble está dando paso a una monogamia consecutiva pero igualmente exigente, que incluso puede serlo más que en el pasado precisamente por fundamentarse en una determinación que debe ser constantemente renovada. En ese sentido, volviendo al caso del gordito Guille, es difícil que Graciela le perdonase por reventar los muelles de la cama de Susana Cegada, puesto que hoy en día nadie está obligado (ni legal ni socialmente) a permanecer con quien no quiere. Dicho de otro modo, la tolerancia hacia la infidelidad es inversamente proporcional a la posibilidad real de separarse.

En mi opinión, la facilidad actual para mandar a paseo al cónyuge puede favorecer las rupturas con efectos frecuentemente perjudiciales (sobre todo para los hijos) pero como contrapartida positiva ha reforzado la idea de que la vida en pareja obliga a responder de forma continuada a las expectativas generadas. El matrimonio ha dejado de ser una conquista para convertirse en un viaje que requiere un compromiso activo y diario para llegar a buen puerto. El vínculo es más frágil, cierto, y precisamente por ello hay que cuidarlo aún más.

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