Confluencias

Publicado en el Diari de Tarragona el 19 de julio de 2015


Hasta épocas muy recientes, la democracia española se ha comportado electoralmente como una partida de póker semanal entre amigos: lo que ganaban unos lo perdían los otros, con el único consuelo de poder recuperarlo en la próxima ocasión. La única variable en juego ante las urnas era el beneficio o pérdida de cada participante, pero nunca el grupo de jugadores en liza, perfectamente definido e inamovible. En ese sentido, el parlamentarismo español se asemejaba a las grandes ligas norteamericanas, unas competiciones cerradas que acaban coronando a un vencedor entre un colectivo estanco de contendientes. A pesar de tratarse de un mecanismo aparentemente consolidado, una crisis económica interminable ha acabado reventando las reglas no escritas de nuestra particular timba.

Desde la reinstauración de la democracia, los grandes partidos de gobierno estatal y autonómico fueron diseñando una estructura pública descomunal con incontables estratos institucionales (fundamentalmente creados para colocar a la tropa) e invirtieron cantidades astronómicas en infraestructuras de dudosa utilidad (planificadas con criterios electorales si queremos ser bienpensados). Este desorbitado gasto público pareció soportable en tiempos de bonanza, un espejismo que quedó en evidencia en cuanto las vacas empezaron a mostrar sus costillas: hoy nuestra deuda ha alcanzado el 100% de PIB y sigue aumentando cada año. Este desequilibrio estructural ha forzado la mutilación del estado del bienestar en una época especialmente sensible, un hachazo social que junto a los casos de corrupción ha terminado por hundir la credibilidad de las formaciones sistémicas.

Ante esta situación, los líderes de los principales partidos de gobierno han adoptado tres actitudes diferentes: no hacer nada (Rajoy), afrontar una renovación cosmética (Sánchez) o intentar cambiar de bando (Mas). Ninguna de estas estrategias parece haber triunfado: el PP ha perdido gran parte de su poder territorial y lo tendrá complicado para gobernar tras las próximas elecciones generales, el PSOE no logra alcanzar a los populares en las encuestas pese al desgaste del ejecutivo, y CDC ha dilapidado en tres años la mitad de su respaldo popular. Este desmoronamiento de las siglas tradicionales ha finiquitado la timba de las últimas décadas, dejando paso a nuevos jugadores que prometen hacerlo mejor que sus compañeros de partida.

La mesa de juego está ahora repleta de participantes, como pudimos comprobar en los últimos comicios locales. Desde un punto de vista estratégico, esta sobresaturación de ofertas electorales está alimentando una dialéctica entre pulsiones contrarias: por un lado, cada formación pretende distinguirse de las demás para presentarse ante su electorado con un mensaje inequívocamente propio (tendencia centrífuga) pero simultáneamente la multiplicación de ejes ideológicos -derecha/izquierda, nuevo/viejo, independentista/federalista/centralista- obliga a reagruparse para evitar el ahogamiento en un mar de siglas (tendencia centrípeta). Un sistema electoral como el nuestro, que penaliza la división, obliga a emprender maniobras de confluencia para ganar masa crítica, un fenómeno cuyos dos máximos exponentes muestran un ciclo vital asombrosamente parecido.

En primer lugar, hace poco más de un año Pablo Iglesias presentó su propuesta política abogando por una alianza de partidos y movimientos situados a la izquierda del PSOE, con el objetivo de convertir la indignación social en una alternativa electoral con posibilidades reales de desplazar a los socialistas. Llegó incluso a declarar explícitamente que ese magma ideológico debería ser liderado en las urnas por Izquierda Unida, pero los dirigentes de esta formación declinaron la oferta de aquel recién llegado. Podemos tuvo que presentarse en solitario a los comicios europeos, obteniendo un espectacular resultado que comenzó a inquietar a Cayo Lara. Las últimas elecciones locales y autonómicas han demostrado que el nuevo partido puede terminar engullendo al viejo, y es ahora IU la que pide de rodillas una confluencia de la izquierda, un llamamiento desesperado que de momento ha sido despreciado por un Pablo Iglesias que se sabe ganador del duelo.

Por otro lado, todos recordamos la época en que la izquierda independentista catalana (con un peso electoral entonces reducido) reclamaba a la extinta CiU una confluencia estratégica para forjar un frente nítidamente soberanista. Los convergentes disfrutaban en aquellos años de un suelo electoral muy sólido y tenían por costumbre ningunear los llamamientos de ERC. Pero los tiempos han cambiado y es ahora CDC la que se desploma en las encuestas. Ante semejante panorama, el President condicionó las elecciones del 27S a la presentación de una candidatura de confluencia soberanista bajo su batuta. De este modo, si ERC se sometía a Artur Mas, éste contaría con los votos de las crecientes bases republicanas para conservar el poder; y si no, la armada mediática convergente culparía a Oriol Junqueras de la cancelación de las elecciones plebiscitarias. El republicano intentó escabullirse planteando una lista sin políticos pero ha terminado claudicando. Pese a colocar en el escaparate a un exICV para minimizar el efecto Podemos, el candidato común a la presidencia de la Generalitat será finalmente Artur Mas, el político catalán más hábil de las últimas décadas sin el menor género de duda.

La evolución de ambos procesos de concentración sugiere que las estrategias de confluencia suelen esconder simples maniobras de supervivencia coyuntural de quienes no ven claro su futuro político, en este caso IU y CDC. El primero de estos movimientos tiene mal pronóstico por la negativa de Pablo Iglesias a socorrer a Cayo Lara, mientras que Artur Mas (ayudado por una burguesía barcelonesa aterrorizada ante un posible Parlament muy escorado a la izquierda) ha jugado su baza de forma magistral, marcando un nuevo golazo por la escuadra a ERC. Empieza a parecer que Oriol Junqueras le ha cogido el gusto a recoger balones en la red.

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