Los mansos

Publicado en el Diari de Tarragona el 8 de febrero de 2015


Cualquiera que haya contemplado un encierro de San Fermín habrá detectado la presencia de unos grandes cabestros que suelen acompañar a los toros bravos por las viejas calles de Pamplona. Suelen ser unos bueyes de raza Berrenda o Morucha que se adiestran en las ganaderías para facilitar el manejo de los ejemplares destinados a la lidia. Su espectacular envergadura les confiere un aspecto que puede resultar imponente, especialmente para quienes carecemos del menor conocimiento y afinidad por el mundo del toreo. En definitiva, y a pesar de su temible cornamenta, los mansos son sólo unos bovinos castrados cuya única función es conducir hasta el corral a sus compañeros más inquietos.

Uno de los instintos más comunes en el mundo animal es el comportamiento gregario. Pensemos en las fascinantes formas que los estorninos dibujan en el cielo gracias a su propensión a imitar los movimientos del resto de la bandada. Igualmente, los toros bravos siguen los pasos de los mansos porque confían en quienes consideran sus iguales. Pero no lo son. De hecho, la aceptación de este liderazgo sólo consigue acortar su camino hacia la muerte. El cabestro es un simple instrumento del ganadero para conseguir que el toro se someta a sus planes sin ser consciente de ello.

Aunque nos cueste reconocerlo, milenios de evolución no han conseguido que los humanos abandonemos estos instintos primarios: tendemos a la imitación irracional de las conductas que observamos a nuestro alrededor, buscamos un entorno grupal con el que sentirnos identificados, aceptamos frecuentemente la guía de quien consideramos (ilusamente) nuestro semejante… De hecho, en el ámbito colectivo no es complicado encontrar ejemplos paradigmáticos del manso político, una figura habitualmente encarnada por un dirigente de gran envergadura institucional que parece defender los mismos ideales que sus seguidores, pero que en el fondo es una simple pieza de un gran engranaje cuyo objetivo es mantener bajo control a los sectores más efervescentes del panorama social.

Quizás el gran manso de nuestra izquierda reciente haya sido Felipe González, un tipo de talla indiscutible que logró encandilar a gran parte de los revolucionarios postfranquistas mientras diseñaba un nuevo país sensiblemente alejado del paraíso socialista. De hecho, su vicepresidente hipnotizaba a los mineros de Rodiezmo cantando La Internacional, mientras su ministro de Economía se jactaba de haber convertido España en el país idóneo para forrarse de la noche a la mañana con un buen pelotazo. Un papel similar han ejercido determinados líderes del PP, logrando mantener bajo su control una bolsa de votantes que en el resto de Europa habrían formado un partido aún más escorado a la derecha. Tampoco es difícil asociar este fenómeno con Jordi Pujol y Xabier Arzalluz, quienes lograron contener temporalmente los ímpetus secesionistas en sus respectivos territorios con sus habituales soflamas de Diada y Aberri Eguna, mientras daban soporte parlamentario a los partidos sistémicos españoles a cambio de un plato de lentejas. En definitiva, nos encontramos ante toda una colección de gobernantes de aspecto temible que en el fondo trabajaban para el dueño de la finca, consiguiendo que sus compañeros más bravos terminasen en el redil.

En mi opinión, quien más ha practicado la sedación gregaria en la España de los últimos años ha sido el movimiento sindicalista de masas. Los dos grandes mansos del siglo XXI, Cándido Méndez e Ignacio Fernández Toxo, con su verbo agresivo y su incontestable poder interno, parecían auténticos titanes capaces de doblar el brazo a cualquier ministro de Trabajo que se les pusiera por delante. Sin embargo, desde el comienzo de la crisis han asistido como meros espectadores al mayor ataque contra los derechos laborales desde la reinstauración de la democracia: desmantelamiento de la negociación colectiva, desplome sin precedentes del poder adquisitivo de los trabajadores, habilitación a las empresas para alterar unilateralmente las condiciones laborales... Mientras todo eso ocurría, nuestros mansos del puño en alto apenas eran capaces de abrir la boca, quizás porque la tenían llena de langostinos. Eso sí, cada Primero de Mayo, todos al mitin con banderas rojas.

Resulta llamativo que la efectividad de nuestros sindicatos sea inmensamente menor que en países de tradición más liberal como EEUU. Esta docilidad sobrevenida probablemente derive de la obscena relación que las centrales obreras iniciaron hace unos lustros con el poder político y económico: subvenciones públicas dependientes de la voluntad del gobierno de turno, participación en los consejos de administración de las cajas de ahorros (tarjetas black incluidas), préstamos sin devolver a la banca privada, reparto de unos fondos de formación diseñados expresamente para abrevar a estas organizaciones…

Retomando la metáfora, si un cabestro dirigiese a un toro a un corral y allí recibiese una somanta de palos, es probable que la segunda vez fuese complicado repetir la jugada. Y a la tercera, mejor ni intentarlo. Puede que humanos y bovinos compartamos cierta tendencia al aborregamiento, lo que no nos convierte necesariamente en tontos de remate. Así, el paso de los años suele terminar desenmascarando a los mansos, especialmente cuando concurre una de esas crisis que agudiza los sentidos: PSOE e IU se desangran hacia Podemos, CiU y PNV notan el aliento de ERC y Bildu en sus espaldas, PP recibe un primer aviso con Vox… La creciente y problemática atomización electoral está poniendo patas arriba nuestras rutinas políticas, una revisión integral que se antoja inevitable a la vista del penoso historial reciente de los partidos tradicionales. Sospecho que ha llegado el momento de iniciar un proceso equivalente en el mundo sindical.

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