Conviviendo con el horror

Publicado en el Diari de Tarragona el 22 de febrero de 2015


La generación nacida en Alemania a mediados del siglo XX se preguntó con frecuencia cómo fue posible que sus padres y abuelos observaran pasivamente lo sucedido a su alrededor durante los años treinta. Cientos de miles de compatriotas fueron perseguidos y despojados de sus derechos más básicos ante la indiferencia de sus vecinos. Aunque algunos consiguieron huir a tiempo, la mayor parte de ellos fueron aniquilados en diversos campos de exterminio. Aquellas atrocidades contaron con el apoyo expreso de numerosos alemanes, aunque es probable que la inmensa mayoría se limitase a llevar una vida corriente mirando hacia otro lado. Ese intento por fingir una aparente normalidad en medio del horror es lo que escandalizó a las siguientes generaciones. De hecho, las escuelas germanas tuvieron que afrontar durante años el embarazoso reto de hacer entender a aquellos niños lo sucedido en aquellos años de inhumanidad y barbarie, una hedionda página de su propia historia que se convirtió en un tabú durante décadas. El silencio de la vergüenza.

Estos lamentables acontecimientos contrastan con un fenómeno característico del comportamiento humano: la capacidad para compadecerse ante el dolor ajeno. Esta actitud interior alcanza su culminación cuando va acompañada de una reacción activa frente al daño observado, ya sea protegiendo a la víctima o tomando medidas preventivas para que lo sucedido no vuelva a ocurrir. Sin embargo, existe una circunstancia que suele atenuar este noble sentimiento: la distancia. Se trata de un factor que puede presentarse de formas muy variadas pero con efectos similares. Sin ánimo de plantear una clasificación exhaustiva, en primer lugar podemos constatar la influencia de la distancia temporal (es lógico sentir mayor lástima por las víctimas de los atentados del 11M que por los celtíberos pasados a cuchillo por las legiones romanas). También debilita nuestro sentimiento la distancia geográfica, aunque a veces nos cueste reconocerlo (resulta incomparable la conmoción que causó entre nosotros el accidente del vuelo 5022 de Spanair, que el hundimiento del avión de Malaysia Airlines en el océano Índico). Y por último existe también una distancia emocional, mucho más miserable, que reduce la intensidad de la compasión por nuestra incapacidad para empatizar con la víctima por el motivo que sea (pensemos en la transigencia social que la discriminación racial disfrutó hasta hace escasas décadas en el sur de los EEUU).

Hace ya dos años un grupo escindido de Al-Qaeda inició en Siria e Iraq una campaña militar que ha redefinido el concepto del horror. Los conocimos a través de unos vídeos colgados en internet donde se observaba el degollamiento de varios cooperantes y periodistas occidentales. Más tarde descubrimos la forma en que aniquilaban a los civiles que se negaban a convertirse al islam (incluyendo a los niños) y su costumbre de violar a las mujeres de los pueblos conquistados con la aprobación de sus líderes religiosos. Esta demente escalada de amedrentamiento tuvo uno de sus puntos críticos hace un par de semanas, cuando el Estado Islámico quemó vivo al piloto jordano Moaz al Kasasbeh en el interior de una jaula metálica. Esta misma semana se han hecho públicas unas nuevas imágenes, rodadas en una playa abandonada de Libia, donde se recoge con estética cinematográfica la ejecución de veintiún cristianos coptos egipcios.

La guerra ha entrado en una dinámica de reacción eminentemente nacional (como lo demuestran las represalias de Jordania y Egipto) cuando lo cierto es que nos enfrentamos a una amenaza global que utiliza el sadismo para someter anímicamente al planeta. Cuesta creer que la comunidad internacional sea incapaz de hacer frente a los crímenes de guerra cometidos por una milicia que apenas dispone presuntamente de treinta mil combatientes en activo. Sólo los ejércitos de los países pertenecientes a la OTAN cuentan con casi cinco millones de soldados, un dato que obligaría a ofrecer una explicación plausible. ¿Cuál habría sido la respuesta de Londres, Washington o Pekín si esos veintiún hombres hubieran sido británicos, norteamericanos o chinos? Seguro que muy diferente.

Pero el reproche a nuestros gobiernos no puede ocultar la pasividad con que gran parte de nuestra sociedad asiste a estos atroces delitos contra la humanidad. Pensemos que la noticia sobre las ejecuciones en Libia apenas ha retenido un par de días el interés de nuestros medios de comunicación, empachados con informaciones banales, frívolas e intrascendentes. No nos enfrentamos a hechos del pasado, ni a sucesos perdidos en la espesura de una selva antípoda. Están ocurriendo en estos mismos momentos, y algunos de ellos a menos de cien kilómetros de territorio italiano. Aquí y ahora. ¿Tan difícil nos resulta ponernos en la piel de unos seres humanos masacrados simplemente porque son cristianos, igual que la inmensa mayoría de nosotros? Ha llegado la hora de sacudirnos los complejos y exigir a nuestras autoridades una actuación inmediata y contundente, con todos los medios a nuestra disposición, para borrar definitivamente a estos salvajes de la faz de la tierra.

Mucho me temo que dentro de unos años nuestros nietos nos pregunten, con toda la razón, qué hacíamos mientras miles de hombres, mujeres y niños eran aniquilados por sus creencias en ciudades situadas a un par de horas de avión. Puede que las escuelas de entonces tengan que afrontar el embarazoso reto de explicarles la indiferencia de sus padres y abuelos en aquellos años de inhumanidad y barbarie, una hedionda página de nuestra historia que quizás se convierta en un tabú durante décadas. El silencio de la vergüenza.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El beso

Una moto difícil de comprar

Bancarrota