Ducha escocesa

Publicado en el Diari de Tarragona el 14 de septiembre de 2014


Como sucede con gran parte de nuestras costumbres, un fenómeno aparentemente moderno y trending como el Spa (en el fondo, un balneario con pretensiones) ya era conocido y frecuentado por nuestros ancestros de la Roma imperial. Cuando un gobernante deseaba aumentar su popularidad, en vez de colgar vídeos en las redes sociales vaciando sobre su cabeza un balde de agua, procuraba lograr el favor de la plebe promocionando lujosos complejos termales como los de Diocleciano o los de Caracalla, que todavía hoy pueden visitarse en la capital italiana. De hecho, algunos estudiosos de la época sostienen que la actual denominación de estos establecimientos no es sino el acrónimo de una vieja frase latina: salus per aquam (la salud por medio del agua). En cualquier caso, como casi siempre, nada nuevo bajo el sol.

Además de terapias placenteras como los masajes o el hammam, los modernos Spa ofrecen la denominada ducha escocesa, que consiste en atormentar al confiado cliente alternando chorros de agua caliente y helada en su presunto beneficio. Es decir, lo que nos sucede a los ciudadanos de a pie cuando se avería el termostato de nuestra caldera, pero con premeditación y alevosía. ¡Y además pagando! Según los expertos, está demostrado que la salud de los valientes que se someten a esta práctica es significativamente mejor de lo habitual, aunque los que aborrecemos el agua fría sospechamos que se trata de pura selección natural (si sobrevives a esto, es que ya estabas como un toro).

Aunque desconozco la vinculación de este tratamiento sadomasoquista con Escocia, no es difícil encontrarle cierto paralelismo con el proceso político que actualmente se vive en las tierras situadas al norte del muro de Adriano: una ducha escocesa alternativa a dos bandas.

Hace algo más de una década, el primer ministro Tony Blair (nacido en Edimburgo, para más señas) restableció después de tres siglos el Parlamento de Escocia, una medida que calentó los ánimos del nacionalismo local mientras dejaba helados a los sectores más recalcitrantes del unionismo británico. Unos años después, los escoceses veían enfriadas sus aspiraciones al ver cómo David Cameron, un niño-bien londinense de sangre aristocrática, recuperaba el número 10 de Downing Street, templando las aguas en los círculos contrarios a la descentralización. En 2011 el SNP arrasó en las elecciones escocesas y su líder, Alex Salmond, exigió a Londres mayores competencias para el parlamento de Hollyrood. Cameron rechazó estas demandas y lanzó un desconcertante órdago a Bute House: celebrar un referéndum de independencia con dos únicas respuestas, sí o no. El SNP, que prefería incluir una opción intermedia (mayor autogobierno) aceptó el reto, lo que dejó tiritando a los unionistas y caldeó el ambiente político en las filas del soberanismo. Pero esta euforia apenas duró unas semanas: las primeras encuestas demostraban que el independentismo era minoritario en Escocia (paradójicamente, había más partidarios de la separación en Inglaterra) lo que provocó el enfriamiento del movimiento soberanista y un calor reconfortante se adueñó de Westminster. Sin embargo, desde hace apenas un mes los sondeos admiten la posibilidad real de un triunfo independentista, un vuelco que ha convertido Edimburgo en un hervidero y que ha caído como un jarro de agua fría en Whitehall y la City. Los soberanistas viven unos días de ardiente entusiasmo mientras Cameron comienza a sentir el frío de una posible dimisión a la que se vería abocado si el Reino Unido dejara de serlo por su torpeza.

El tradicional desprecio de los estados europeos ante sus conflictos territoriales (lo estamos viendo en España, con un ejecutivo que no ha movido un dedo por convencer argumentalmente a los catalanes de que es mejor seguir unidos) puede provocar un terremoto histórico en las islas británicas. El incauto gobierno tory, amparándose en unas encuestas provisionalmente favorables, renunció durante meses a lo que aquí llamamos “tercera vía”, y Cameron puede pagar muy caro su exceso de confianza.

Ahora vienen las prisas. El primer ministro y su socio Nick Clegg han cogido el primer vuelo a Edimburgo para cantarles a los norteños canciones de amor. También han enviado al escocés Gordon Brown para convencer a sus paisanos de que mantengan la unión a cambio de un sustancioso traspaso de competencias. A buenas horas mangas verdes… Escocia, que pese a su tradicional deseo de autogobierno no era mayoritariamente independentista, ha visto cómo Londres se ha negado sistemáticamente a transferir poder a Edimburgo (sobre todo en materia fiscal), lo que finalmente ha terminado disparando el sentimiento separatista. Supongo que esta secuencia de acontecimientos nos resulta tremendamente familiar. ¿Y qué ha sucedido al final? Pues que Cameron ha terminado humillándose, ofreciendo estas competencias para evitar la ruptura definitiva. ¿No habría sido mejor hacerlo desde un principio y evitar este estéril enfrentamiento?

Si en Escocia triunfa el independentismo la situación catalana se tornará explosiva. Pero al margen del resultado del referéndum, Moncloa debería tomar buena nota de lo que está aconteciendo en Gran Bretaña. Es cierto que las realidades escocesa y catalana no son idénticas, pero los efectos de la prepotencia política serán los mismos. Rajoy puede despertar también demasiado tarde.

Quizás este jueves asistamos a un hito histórico que nuestros hijos y nietos estudien en el colegio. O puede que no. Lo que está claro es que esta semana concluirá por fin esta doble ducha escocesa: un bando se quedará helado con el resultado y el otro disfrutará del calor de la victoria final.

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