La ley del silencio

Publicado en el Diari de Tarragona el 17 de agosto de 2014


Uno de los principales requisitos para desenvolverse por la vida con cierta sensatez, tanto a nivel individual como colectivo, consiste en saber diferenciar lo que es objetivamente importante de lo que no lo es tanto. Por ejemplo, si observamos a un tipo que dilapida a primeros de cada mes gran parte de su nómina en gastos de ocio y luego apenas alcanza para cubrir las necesidades básicas de su familia durante la segunda quincena, podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que nos hallamos ante un auténtico cretino. Del mismo modo, si un grupo humano asiste impasible al desmoronamiento de su estado del bienestar pero luego se lanza a la calle porque su equipo de fútbol desciende de categoría, entonces también podemos concluir que en ese lugar tienen un problema muy serio.

Pero no hace falta acudir a ejemplos tan extremos. El inmediatismo en que vive sumida nuestra sociedad provoca que los ciudadanos nos dejemos deslumbrar por la noticia caliente y saturemos nuestra atención con lo llamativo por el mero hecho de serlo, como el perro que corre detrás de un palo lanzado al aire. Esta actitud nos hace especialmente sensibles a cuestiones menores, mientras dificulta nuestra capacidad para detenernos a analizar los factores que pueden resultar determinantes para nuestro futuro si observamos la situación con cierta perspectiva. Así somos capaces de amotinarnos si el ayuntamiento pretende cobrarnos por aparcar en la calle, pero hemos aceptado resignadamente el progresivo diseño de un aparato público económicamente insostenible que hipotecará el porvenir de nuestros hijos. Del mismo modo, nos manifestamos ardientemente a favor o en contra de una tercera hora de castellano en las aulas, pero parecemos despreciar las consecuencias que la evolución demográfica prevista para las próximas décadas puede acarrear de cara a algunos consensos sociales consustanciales a una democracia occidental.

Sin ir más lejos, la secuencia de noticias sobre presuntos casos de corrupción política que estamos viviendo últimamente constituye un nuevo ejemplo de este fenómeno. Por ceñirme a lo más cercano, el sainete comenzó a primeros de julio cuando conocimos la detención del alcalde y varios concejales de Torredembarra, un ayuntamiento donde a este paso hasta los Gegants de la Torre acabarán esposados camino del cuartelillo; poco después supimos que el responsable de Hacienda de Cambrils utilizaba dinero del consistorio para tapar las pérdidas de su negocio particular con el desparpajo de un sátrapa caribeño; ya a mediados de mes se hizo pública la fianza impuesta a varios miembros del ayuntamiento de Vilaseca (incluido el presidente de la Diputación de Tarragona) por las irregularidades en el entramado empresarial de Innova; en esas mismas fechas dimitía Oriol Pujol como parlamentario y secretario de Convergencia por su implicación en el caso de las ITV; apenas unos días más tarde una cuarentena de alcaldes catalanes (entre ellos el de Tarragona) eran imputados por el caso de las dietas repartidas por la Federació de Municipis; una semana después el President Pujol confesaba haber estado defraudando a Hacienda desde hacía tres décadas, un escándalo que probablemente no haya hecho más que empezar; no había pasado una semana cuando el portavoz de ERC en la Diputación de Tarragona era también imputado por malversación de caudales públicos… En definitiva, y salvando la presunción de inocencia, un no parar.

Ante este panorama, lo que pide el cuerpo es poner el grito en el cielo y rasgarse las vestiduras: damos cuatro gritos en la barra del bar, nos acordamos de la madre de los políticos, y juramos que jamás volveremos a votar. Hasta que se nos pasa el calentón. Lamentablemente, nos limitamos a escandalizarnos ante el suceso escandaloso (que lo es, sin duda) y no hacemos el menor esfuerzo por reflexionar sobre el fondo de la cuestión. Y si alguien espera autocrítica de los ciudadanos, mejor ni hablar, cuando lo cierto es que nos encontramos ante una ocasión inmejorable para analizar nuestra responsabilidad personal en algunos fenómenos colectivos.

¿Acaso existe algún ciudadano que jamás hubiera tenido noticia sobre los negocios del clan Pujol, las mordidas en la obra pública madrileña, o la red clientelar tejida por los socialistas en el sur de España? ¿Cuántos años llevamos contemplando sin inmutarnos las privatizaciones de saldo en favor de empresarios afines al poder, los codazos poco disimulados por lograr las concejalías de urbanismo, las sospechosas condonaciones de préstamos bancarios a los partidos, la creación de organismos para colocar a la militancia, o la masiva presencia de expolíticos en consejos de administración en sectores regulados? ¿Qué mensaje pedagógico han tenido sobre esos comportamientos las repetidas victorias electorales de conocidos corruptos? ¿Acaso podemos esperar algo de nuestra democracia cuando los votantes hemos primado la ideología sobre la honradez?

Es cierto que el número de caraduras en nuestras instituciones es llamativamente alto, pero la historia demuestra que esta realidad es consustancial al poder político. Lo realmente grave no es la corrupción en sí misma sino el conformismo ante ella: hemos permanecido varias décadas representando el cuento del rey desnudo, observando sumisamente un régimen cleptocrático sin apenas consecuencias al que llamábamos “sistema”. ¿Miedo, interés, comodidad…? Jueces, fiscales, tribunales de cuentas, periodistas, inspectores de Hacienda, policías, oficinas antifraude, organizaciones empresariales, tertulianos, catedráticos, auditores, entidades civiles, votantes… ¿Qué hemos hecho durante todos estos años? Puede que logremos defenestrar a los corruptos actuales, pero si nosotros no somos también capaces de rectificar, llegarán nuevos sinvergüenzas para seguir expoliando los recursos públicos con la complicidad de nuestro silencio.

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