¿Exportar la democracia?

Publicado en el Diari de Tarragona el 24 de agosto de 2014


Uno de los mantras que ha adornado la política exterior norteamericana desde la II Guerra Mundial ha sido su presunta vocación por extender la democracia a todos los rincones del planeta, aunque este recurso haya servido en numerosas ocasiones para tapar objetivos mucho menos desinteresados. Es cierto que EEUU ha considerado habitualmente que los sátrapas que se ponían de su lado eran menos sátrapas que los demás, pero si queremos ser justos debemos reconocer el esfuerzo de la Casa Blanca por instaurar sistemas más o menos democráticos tras sus últimas campañas militares contra regímenes dictatoriales. Lamentablemente, la mayor parte de esos intentos han terminado como el rosario de la aurora.

¿Cuál es el factor que hace tan complicada la implantación de un régimen de libertades en determinados territorios? Winston Churchill afirmaba acertadamente que la democracia es el menos malo de los sistemas posibles. Evidentemente. Sin embargo, a la vista de la experiencia exterior norteamericana quizás convendría hacerse una pregunta previa, tan políticamente incorrecta como necesaria: ¿es la democracia, siempre y en cualquier lugar, el mejor sistema político posible? En mi opinión, me temo que no.

Durante los últimos años, tras la caída de diversos regímenes que abarcaban desde parodias democráticas a teocracias islamistas, el panorama en el norte de África y Oriente Medio se ha tornado desolador. En algunos países de la zona, como Egipto o Túnez, la población ha visto cómo los choques entre islamistas y laicos han hecho desaparecer en unos pocos años la estabilidad institucional que les había concedido cierto grado de prosperidad en el pasado próximo. En otros, como Afganistán o Libia, las luchas tribales y religiosas han generado estados fallidos e incapaces de garantizar unas condiciones básicas de seguridad para que sus ciudadanos puedan desarrollar una vida mínimamente digna. Y eso por no hablar de naciones como Irak o Siria, donde el control gubernamental del territorio ha sucumbido a manos de unos monstruos fanáticos que están sembrando sus parques con estacas donde clavan las cabezas cortadas de niños cristianos, ante la mirada atónita y estéril de un occidente que sólo se moviliza cuando se pone en riesgo el suministro de petróleo.

Ante semejante panorama, podríamos concluir que en determinados lugares existe una ley no escrita que impide el derrocamiento de líderes tiránicos sin que el país se convierta automáticamente en un auténtico caos (con suerte) o en un baño de sangre (en el peor de los casos). Aunque el mundo musulmán no tiene el monopolio de este fenómeno (pensemos en las dificultades de algunas naciones del África negra para consolidar regímenes de libertades) es cierto que son los estados islámicos los protagonistas de la mayor parte de estos naufragios políticos. En cierto modo, podríamos afirmar que en algunos países las libertades públicas parecen estar reñidas con los derechos individuales, una extraña maldición que impide a muchos de sus ciudadanos disfrutar al mismo tiempo de participación política y libertad personal.

Durante algunos años tuve la suerte de visitar varios países del norte de África y Oriente Próximo, y apostaría a que son muchos los ciudadanos de estos lugares que ahora recordarán con nostalgia los tiempos previos a la mitificada Primavera Árabe. No se les puede culpar. Puede que entonces estuvieran gobernados por sinvergüenzas y ladrones, pero como señala la cita latina “primum vivere, deinde philosophari”: un comerciante tunecino podía alimentar a su familia gracias al turismo europeo, una mujer de El Cairo podía salir a la calle sin miedo a ser violada impunemente, un cristiano caldeo de Qabasin podía practicar su religión sin arriesgarse a ser crucificado públicamente en la plaza del pueblo... No existe base teórica para esta aparente controversia entre derechos políticos y libertades individuales, pero el hecho empírico es que en determinados países ambos factores mantienen entre sí una relación inversamente proporcional. ¿Por qué?

Tradicionalmente se ha defendido que la eterna efervescencia de estos territorios viene determinada por factores de tipo socioeconómico: se trata de zonas con una población muy joven y la riqueza muy mal repartida, y cuando la población no tiene nada que perder y afronta un horizonte sin futuro, se crea el caldo de cultivo para una revuelta permanente y autodestructiva que sólo las dictaduras suelen poder sofocar. Probablemente sea cierto. Sin embargo, en mi modesta opinión, en los países musulmanes se añade otro factor que no tiene nada que ver con la pobreza: el ansia de algunos por someter a los demás. Durante los últimos años, muchos de estos territorios han contemplado el auge creciente de movimientos islamistas radicales que pretenden instaurar regímenes teocráticos, homogéneos y sin disidencias. Esta mentalidad, profundamente antidemocrática, provoca que un acto tan representativo del pluralismo como unas elecciones acabe poniendo en peligro la libertad personal de gran parte de su población, especialmente de las minorías étnicas y religiosas.

La historia demuestra que una democracia puede prosperar en condiciones críticas: hambre, guerra, crisis... Sin embargo, existe un requisito imprescindible para que salga adelante: una mayoría de ciudadanos tolerantes ante la diferencia y respetuosos con la discrepancia, convencidos de que la democracia actual no es sólo un procedimiento para elegir gobernantes sino también un acervo de principios sustantivos. Puede que algún día todo el planeta pueda disfrutar de un régimen de libertades, pero me temo que no será pronto. No cabe mayor ingenuidad política que soñar con una democracia que prospere en manos de quienes ni siquiera comprenden su significado.

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