Víctimas de la protesta

Publicado en el Diari de Tarragona el 13 de abril de 2014


Tal y como declara la Organización Internacional del Trabajo, uno de los principales instrumentos a disposición de los ciudadanos para defender sus intereses económicos y sociales es el derecho de huelga. Tenemos constancia histórica de que ya en la época de Ramses III los obreros que construían las tumbas reales en Deir el-Medina hicieron tres paros para reclamar las raciones de alimento que se les adeudaban, aunque la gran expansión de este método de lucha social no llegó hasta la Revolución Industrial. El planteamiento era justo, simple y efectivo: un colectivo laboralmente maltratado dejaba de trabajar para perjudicar económicamente al responsable de la injusticia con el fin de lograr una rectificación.

Con el paso del tiempo, este sistema de legítima defensa del trabajador fue degenerando hacia un modelo muy diferente. Poco a poco, el principal perjudicado por las movilizaciones dejó de ser el empresario, supuesto destinatario de la protesta, y comenzó a serlo el ciudadano de a pie que no tenía ninguna responsabilidad en el conflicto. Como ejemplos actuales de este fenómeno pensemos en los controladores aéreos destrozando las vacaciones de millones de familias, o en los trabajadores de las empresas de limpieza convirtiendo nuestras ciudades en un auténtico vertedero. Todos fuimos asumiendo progresivamente como normal que la principal víctima de la huelga dejara de ser el causante de la disputa.

El siguiente peldaño en la transformación de este concepto llegó con la generalización de las huelgas de funcionarios, donde ni siquiera existe un empresario al que perjudicar en su patrimonio privado. Ante esta carencia, algunas de estas movilizaciones adoptaron una nueva estrategia: entorpecer la vida ordinaria de la población hasta lograr tal nivel de cabreo social que fueran los propios ciudadanos los que exigieran a los políticos la concesión de cualquier demanda de los manifestantes con tal de volver a la normalidad. Así, la protesta contemporánea rompió la vinculación entre responsabilidad y perjuicio.

Llegados a este punto, el siguiente paso se antojaba inevitable. Una vez descubierta la eficacia demoledora que se logra haciendo la vida imposible a los particulares, la tendencia fue generalizar esta metodología a todo tipo de protestas, consumando el rol del ciudadano como rehén inocente de cualquier conflicto. Un claro ejemplo de este fenómeno lo observamos en las recientes movilizaciones que las plataformas antidesahucios han protagonizado frente a la antigua sede de Caixa Tarragona. Todas las mañanas, decenas de manifestantes se agolpaban alrededor de la actual oficina de CX para dificultar el acceso de los clientes, haciendo sonar durante horas unas insoportables bocinas que han afectado a la salud de vecinos y trabajadores, e invadiendo el local para ensuciarlo con adhesivos y confeti. Aclarando por adelantado que considero acertadas la mayor parte de las reclamaciones de este colectivo, ¿qué capacidad de decisión sobre este problema tienen los trabajadores de esta oficina, sus clientes o los vecinos de la zona? Obviamente, ninguna.

Reconozco mi especial sensibilización ante esta problemática tras haber sido recientemente víctima de algunas de estas campañas. Hace unas pocas semanas me encontraba realizando unas gestiones en una entidad bancaria cuando un grupo de manifestantes se apostó a las puertas del local. Los trabajadores de la oficina, siguiendo el protocolo previsto para estos casos, cerraron las puertas y nos retuvieron a los clientes hasta que llegaron los Mossos d’Esquadra con más de una hora de retraso (si se hubiese tratado de un robo, los ladrones no sólo habrían tenido tiempo para llevarse el dinero sino también para gastarlo). En mi caso, el incidente apenas me supuso permanecer secuestrado una parte de la mañana, pero entre los retenidos había también una joven pareja que no pudo acudir a una cita médica. Mientras tanto, los manifestantes reían a carcajadas al observarnos a través de las puertas de cristal. Indignante.

Pero la cosa no queda ahí. El pasado fin de semana mis hijas fueron de excursión a Tortosa en el marco de un encuentro infantil y juvenil. El domingo, después de comer, todos ellos se dirigieron a la estación para tomar el tren de vuelta. Una vez en el vagón, un grupo de manifestantes invadió la zona para reclamar la mejora del servicio de ferrocarril, enarbolando diversas pancartas y gritando todo tipo de consignas. Los niños quedaron dentro del convoy inmovilizado, y pese a los intentos de los monitores por tranquilizarlos, la tensión del momento provocó que los más pequeños terminaran llorando por los nervios. Finalmente hubo que idear un medio alternativo para poder volver a Tarragona, pues el tren jamás salió de la estación.

Estas situaciones plantean diversas preguntas. ¿Acaso los manifestantes de Tortosa no sabían que los usuarios retenidos en aquella estación también sufren habitualmente las deficiencias del sistema ferroviario? ¿Acaso las plataformas antidesahucios desconocen que los trabajadores de las antiguas cajas también están padeciendo por la mala gestión de sus entidades? ¿Acaso el piquete que me retuvo en aquella oficina no comprendía que entre aquellos clientes había también personas asfixiadas por la crisis económica? Ninguna causa, por legítima que sea, justifica el acoso contra particulares inocentes, máxime cuando entre ellos también se encuentran víctimas de las mismas injusticias.

Ante este tipo de hechos, dan ganas de comprarse una vuvuzela y acudir a las cuatro de la mañana al domicilio particular de uno de estos manifestantes para protestar por los propios problemas. Su respuesta sería previsible: “yo no tengo ninguna culpa de eso”. Pues nosotros tampoco.

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