Tributación, eficacia y honestidad

Publicado en el Diari de Tarragona el 27 de abril de 2014


Parece que fue ayer cuando pagamos el último IRPF, y ya nos vemos de nuevo revisando facturas, rellenando casillas y descifrando deducciones. Dentro de apenas un mes también concluirá el plazo para abonar los impuestos municipales, unos tributos menos complejos pero igualmente dolorosos. Toca rascarse el bolsillo una vez más para mantener el aparato público que hemos construido durante las últimas décadas (por convicción o por inacción), un peaje especialmente sangrante en los tiempos que corren.

Supongo que en breve comenzaremos a nadar en publicidad institucional donde se nos invite a colaborar con entusiasmo y alborozo en las finanzas públicas. Como diría el comandante Saito, “tributar con alegría”. No en vano, España es unos de los países europeos con mayor tasa de fraude fiscal, una lamentable costumbre socialmente interiorizada y que viene de lejos. En pocos países occidentales sería imaginable ver a un fontanero proponiéndole al mismísimo secretario de Estado de Hacienda, entonces Josep Borrell, cobrarle unos trabajos sin factura para ahorrarse el IVA, una anécdota que el propio político reveló con gesto de estupefacción. La mayor parte de estas campañas de concienciación suelen apelar al sentido cívico de los ciudadanos para reclamar el cumplimiento de los deberes fiscales, poniendo el acento en la conceptualización de los tributos como una figura indisolublemente unida a la solidaridad y la redistribución. Falso de toda falsedad.

No nos engañemos. Los impuestos son un invento tan antiguo como el propio poder político o militar. Ya en los albores de la historia, el tipo más bruto de la tribu solía obligar a sus vecinos a entregarle con cierta regularidad determinados bienes con una capacidad de convicción ciertamente contundente. El sistema fue perfeccionándose hasta alcanzar una eficacia aterradora, tal y como consta en un texto cuneiforme del quinto milenio antes de Cristo: “se puede amar a un príncipe, se puede amar a un rey, pero ante un recaudador de impuestos hay que temblar”. Esa aportación no conllevaba contraprestación directa alguna, y al margen de que en ocasiones tuviera una causa específica (costear una guerra o construir una pirámide) su destino habitual era el sostenimiento económico de las clases dirigentes, ya fuesen éstas de carácter civil o religioso. Era indiferente nacer en el Egipto faraónico, en Mesopotamia, en la China Imperial, en la gloriosa Roma, o en las sociedades precolombinas. Todos a pagar.

La consustancialidad del cobro de impuestos y el poder político, muchas veces tiránico, convierte en ridículo el intento de atribuir al erario público una supuesta bondad natural. Entonces, ¿qué es lo que convierte la fiscalidad en un instrumento positivo y social? Obviamente, la imperatividad de todo sistema fiscal proviene de su adecuado respaldo legal, pero a día de hoy la legitimidad social de los impuestos viene determinada por su destino y su gestión ejemplar. Si uno observa el estudio sobre economía sumergida mundial que publicó el Tax Justice Network en 2011 no es difícil intuir cierta correlación entre los gobiernos más eficaces y honrados y las poblaciones más cumplidoras con sus obligaciones fiscales (Austria, Suiza, Japón...) una proporcionalidad directa que persiste en las zonas que destacan por todo lo contrario (antigua URSS, América Latina, Mediterráneo, África…). Puede que el factor educacional influya en esa vinculación, pero no debe minusvalorarse el efecto de reciprocidad que los administrados interiorizan ante la honestidad y dirigencia de sus gobernantes.

La adhesión ciudadana que las normas fundamentales reclaman para ser generalizadamente respetadas y acatadas exige en el ámbito tributario que el dinero recaudado se asigne a las necesidades que colectivamente se consideran prioritarias, y que esa labor se realice con un escrupuloso sentido de la eficacia y la honradez. En ese sentido, ¿es lógico el altísimo nivel de defraudación que se observa en nuestro entorno?

Desde el punto de vista de los fines a los que se aplica lo recaudado, es cada vez más evidente la distancia existente entre la escala de prioridades de la ciudadanía y la de nuestros políticos. En los años previos a la crisis, fueron innumerables las infraestructuras faraónicas que saquearon el patrimonio público: líneas AVE a ninguna parte, redes de autovías sobredimensionadas, aeropuertos sin demanda efectiva, tranvías de diseño, polideportivos y centros culturales en cada pueblo… No hacía falta ser un lince para sospechar que gran parte de esas obras sólo buscaban la mordida para el partido de turno. Tras el gran descalabro, los dispendios de difícil justificación no han dejado de proliferar: ayudas incondicionales a entidades financieras, avales para obras privadas en el extranjero, subvenciones a medios de comunicación afines, rescates de autopistas, etc. Y qué decir de la ejemplaridad… Cualquier ciudadano puede detallar una interminable lista de casos de corrupción como si fuera la alineación de su equipo del alma: Bárcenas, Millet, Rivas, Castedo, Munar, Roca, Matas, Huguet, Díaz Ferrán, Pallerols, Urdangarín…

Los pedagogos suelen afirmar que las palabras no pueden transmitir valores, pues sólo el ejemplo tiene verdadera capacidad para inculcarlos. En ese sentido, la mejor campaña que podrían emprender nuestras instituciones para combatir nuestro tercermundista fraude fiscal sería cambiar radicalmente de actitud ante el despilfarro y la corrupción. A día de hoy, los juzgados españoles mantienen abiertas 1.700 causas por corrupción y sólo 20 políticos permanecen en prisión, un fenómeno que favorece la sensación de impunidad denunciada esta semana por el propio fiscal general del Estado. Si queremos ingresar en el club de los países cumplidores habrá que empezar por aquí.

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