La última hipocresía

Publicado en el Diari de Tarragona el 26 de enero de 2014


Uno de los defectos más interiorizados por la partitocracia que padecemos es la tendencia generalizada a enjuiciar los actos políticos según su autor en vez de hacerlo por su mayor o menor acierto o adecuación a un modelo ético presuntamente compartido. Así, por ejemplo, cuando una formación respalda a un dirigente sospechoso de corrupción, sus correligionarios siempre consideran esta actitud una muestra de lealtad hacia quien todavía es presunto inocente, mientras los adversarios ven en este gesto un intento por tapar la porquería que está por llegar. Del mismo modo, cuando un gobierno logra un éxito, sus representantes siempre lo atribuyen a la magnífica gestión desarrollada durante los últimos tiempos, mientras los opositores defenderán contra viento y marea que ha sido fruto de la coyuntura general. Por supuesto, nadie se ruborizará lo más mínimo al sostener estas posturas, sea del partido que sea, aunque sus tesis choquen frontalmente contra las evidencias. Es un principio tan universal como las leyes de gravitación de Newton.

En nuestro debate político, reducido a un miserable juego de propaganda y contrapropaganda, no hay espacio para someterse a la verdad puesto que la honestidad intelectual ante los propios errores o los aciertos del adversario es considerada una debilidad estratégicamente letal. No es de extrañar, por tanto, que los ciudadanos tengan una opinión tan lamentable de la palabra dada por un político en el ejercicio de su cargo. Vale menos que nada.

La última manifestación de este fenómeno se produjo la semana pasada en el Parlament de Catalunya, tras el voto emitido por tres diputados socialistas en contra de la decisión acordada por los órganos de dirección del PSC. Evidenciando nuevamente el problema de nuestros representantes con las varas de medir, los partidos soberanistas respaldaron a los díscolos haciendo un llamamiento a la libertad individual, mientras el resto defendió la necesidad de respetar la voluntad mayoritaria de los órganos de dirección de cada partido.

Personalmente, considero un error el voto negativo de los socialistas a una iniciativa perfectamente constitucional para solicitar al Congreso la transferencia de las competencias en materia de consultas. El respaldo programático del PSC a un referéndum legal en Catalunya no cuadra con una oposición frontal a una solicitud parlamentaria que precisamente se adecuaba a esa vía. Pero también tiene lógica que la dirección socialista no quisiera votar afirmativamente a una proposición destinada al fracaso y que sólo tenía sentido como mero peldaño en una estrategia perfectamente diseñada por el sector soberanista en el camino hacia la independencia unilateral. En consecuencia, considero que lo más coherente para una formación que se dice no independentista pero que es partidaria de la consulta hubiera sido la abstención. Sin embargo, la opinión que cada uno pueda tener sobre este tema es lo de menos en el tema que trato de exponer.

Supongamos por un momento que hubieran sido unos descarriados diputados de Unió los que hubieran votado en contra de una iniciativa enmarcada en el proceso independentista. Sin la menor duda, la dirección de CiU habría puesto todos los medios a su disposición para someter a los rebeldes, mientras los partidos no soberanistas habrían apoyado a los represaliados con una apasionada defensa de la conciencia personal. No lo duden: la escenificación se habría repetido pero en sentido contrario, y los que hoy se muestran defensores de la autonomía de cada parlamentario se convertirían en cazadores de brujas, mientras los que la semana pasada propugnaban el orden interno de cada partido habrían entonado un desinteresado canto a la libertad individual.

Por si fuera poco, este episodio ha puesto de manifiesto otra de las hipocresías más recurrentes en la política con minúsculas que practican nuestros partidos. La facción soberanista del PSC, minoritaria, aprovecha cada oportunidad que tiene para alabar públicamente las excelencias de un modelo de partido donde quepan diferentes sensibilidades. Ciertamente conmovedor. Pero no nos engañemos: los sectores minoritarios siempre defienden la pluralidad y los mayoritarios el orden. ¿Alguien tiene la menor duda de que si los soberanistas fueran mayoría en el PSC impondrían a sangre y fuego sus postulados en el grupo parlamentario? Ya empieza a ser un poco cansino este intento continuo de confundir a todos los niveles la libertad con el interés.

Siempre he defendido un sistema de listas abiertas (pese a los problemas que genera, por ejemplo, entre aquellos que carecen de recursos para lanzarse a la arena política). Sin embargo, el hecho es que a día de hoy no votamos a individuos sino a siglas, y en consecuencia la actitud adoptada por Àngel Ros resulta absolutamente impecable. Tal y como está diseñado el sistema electoral, resulta un tanto pretencioso que los diputados crean que se han ganado el puesto ante los votantes, cuando lo cierto es que se lo han trabajado en los despachos de sus sedes. ¿Cuántas personas votaron al PSC porque Núria Ventura o Joan Ignasi Elena iban en su lista? Es más, ¿cuántos cientos de miles de votantes socialistas ni siquiera conocían la existencia de ambos políticos antes de este episodio? Sería interesante conocer este dato.

Ojalá algún día los electos respondan personalmente ante sus conciudadanos. Mientras tanto, pretender priorizar las opiniones individuales de los elegidos por delante de los criterios de los partidos desentona con nuestro modelo electoral. La postura personal de un diputado será relevante el día que los votantes podamos elegirlo y defenestrarlo individualmente. Hasta entonces, ajo y agua.

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