Gamonal

Publicado en el Diari de Tarragona el 19 de enero de 2014


Los buenos gobernantes suelen mostrar respeto y aprecio por la opinión que muestran los ciudadanos en cada momento, probablemente porque saben que un poder legítimamente conquistado no garantiza la sumisión ilimitada de la población al gobierno constituido. Una democracia que sólo se manifiesta cada cuatro años no es una verdadera democracia. Por otro lado, la potestad política desprovista de autoridad moral se desmorona con facilidad en sociedades con un mínimo espíritu crítico, de modo que la razón que otorga la mayoría parlamentaria a veces tiene que vérselas con la razón que viene avalada por el sentido común.

Un desconocido barrio burgalés se ha convertido durante los últimos días en un símbolo: para unos, de la capacidad de resistencia de los ciudadanos ante los abusos del poder, y para otros, del vandalismo antisistema que debía ser sofocado antes de que se extendiera. Sólo la confluencia de determinadas circunstancias explica la formación de esta tormenta social perfecta: el lugar, el proyecto, los promotores y el momento (o lo que es lo mismo: el dónde, el qué, el quién y el cuándo).

Para empezar, Gamonal es un barrio de Burgos con una personalidad históricamente muy marcada. Se encuentra separado del centro de la ciudad, camino de Irún, y fue un municipio independiente hasta mediados de los años sesenta. El desarrollismo franquista marcó su perfil trabajador, y actualmente acoge a un tercio de la población de la ciudad. Su trayectoria de resistencia no viene de ayer, habiendo soportado todo un siglo los intentos de absorción por parte de la capital. De hecho, el antiguo alcalde Juan Carlos Aparicio (exministro de Trabajo con Aznar) intentó en 2005 emprender una obra similar a la recientemente descartada, y también tuvo que rendirse ante la oposición de los vecinos. En definitiva, un barrio de armas tomar.

Por otro lado tenemos el proyecto que provocó la revuelta, una reforma de la arteria principal del barrio, la calle Vitoria, para resolver los problemas de aparcamiento mediante la construcción de un parking prometido en campaña electoral. Lo que no decía el programa del PP es que esta actuación iba a seguir a pies juntillas un modelo repetido por diversas administraciones: primero se identifica una prestación que hasta ahora resultaba gratuita para los ciudadanos (en este caso, aparcar en la calle); después se acude al sector privado para ofrecer adicionalmente una alternativa de pago (en este caso, un parking a 19.000 euros la plaza); y para rematar la faena, se restringe sustancialmente la oferta gratuita que existía inicialmente (en este caso, se eliminan cientos de plazas de aparcamiento en la vía pública). Así se cierra el círculo de la operación, obligando a los españolitos de a pie a llenar los bolsillos de las afortunadas empresas adjudicatarias. Jugada maestra.

En tercer lugar, tenemos a la empresa responsable del fallido proyecto, controlada por Antonio Miguel Méndez Pozo, uno de los poderes fácticos de la ciudad: constructor de referencia, dueño del Diario de Burgos, condenado por corrupción, presidente de la Cámara de Comercio, socio de un implicado en la trama Gürtel (y amiguito del alma de José María Aznar), concesionario de la radiotelevisión autonómica, etc. Todo un personaje. Con estos antecedentes era fácil entrever oscuros intereses en una operación de ocho millones de euros (que al final serían veinte, como siempre) que sólo era demandada por el grupo de empresas beneficiado por las obras y el partido político con quien mantiene una relación incestuosa.

Probablemente, la guinda que desató este condenable vendaval de violencia fue el momento elegido por el alcalde Javier Lacalle para iniciar la construcción. Es cierto que los indicadores macroeconómicos invitan al optimismo de cara al futuro, pero el hecho es que los españoles viven actualmente la época socialmente más dura desde la postguerra: tasas de paro históricas, altísima proporción de desempleados con el subsidio agotado, millones de pymes y autónomos heridos de muerte, salarios por los suelos, creciente número de jóvenes que emigran en busca de un futuro mejor, presión fiscal nórdica con prestaciones públicas tejanas…

Es difícil comprender la imprudencia de las autoridades burgalesas al intentar acometer ahora una carísima operación urbanística que carecía de demanda ciudadana, cuyo coste retrasaría otras actuaciones también prometidas y con mayor eficacia social, que sólo beneficiaba a unos actores económicos sumamente sospechosos, y que perjudicaba sensiblemente la calidad de vida de las clases menos pudientes. Semejante osadía sólo se entiende en unos dirigentes convencidos de la omnipotencia del sistema establecido para controlar a la ciudadanía aunque ésta tenga el sentido común de su parte. Craso error: la mansedumbre tiene un límite y la violencia ciudadana acabó tomando las calles, tras años soportando estoicamente a una clase política habituada a transformar las instituciones en cortijos, donde el dinero público acaba siempre repartido entre los cercanos al poder. El vandalismo nunca es justificable, pero quien provoca suele ser también corresponsable de la violencia reactiva, por muy condenable que ésta sea.

Los vecinos han triunfado y el alcalde ha claudicado, en un episodio que globalmente supone un inquietante precedente, y que ha generado muestras de simpatía en otras muchas ciudades. Se ha jugado con fuego y ahora el fenómeno puede repetirse. Desde que las instituciones optaron descaradamente por hacer recaer sobre las clases trabajadoras el peso de la crisis, había una frase que se repetía machaconamente en nuestras calles: “no sé qué tiene que pasar para que la gente estalle”. Pues ya lo sabemos.

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