Smoke on the water

Publicado en el Diari de Tarragona el 18 de agosto de 2013

Con una recurrencia que comienza a resultar cansina, el sempiterno conflicto con Gibraltar volvió a recuperar su tradicional estado de incandescencia temporal para entretenernos las vacaciones. En esta ocasión, la chispa fueron los bloques de hormigón arrojados en la bahía por las autoridades del Peñón. Se trata, por lo visto, del arranque de un proyecto vinculado al European Indian Gateway para instalar un cable telefónico submarino que ofrezca cobertura a las compañías de juego online que operan en la colonia. El problema es que esta obra está afectando a los pescadores españoles que faenan en la zona, y además se está llevando a cabo en unas aguas de soberanía discutida. Efectivamente, el Tratado de Utrech no reconocía aguas jurisdiccionales, concepto que por aquel entonces ni existía, de modo que sólo concedió soberanía británica sobre la ciudad, el castillo y el puerto. Sin embargo, las autoridades británicas objetan que desde 1994, con la entrada en vigor de la llamada Constitución de los Océanos -tratado aprobado en 1982 por la III Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (CNUDM)- se consagra la idea de que "no existe costa seca", es decir, que cualquier territorio costero tiene proyección jurisdiccional sobre sus aguas adyacentes. Al margen de esta cuestión concreta, cada vez parece más claro que el conflicto gibraltareño es un asunto endiablado que probablemente jamás podrá resolverse sino simplemente sobrellevarse de la manera más pacífica posible.

Llama la atención la recurrencia con que cualquier incidente menor en la cuestión gibraltareña copa las portadas de nuestros periódicos, y no por el hecho en sí mismo sino porque vuelve a abrir viejas heridas que jamás terminan de cicatrizar. Recuerda a las clásicas disputas domésticas, en las que un pequeño roce sin importancia termina trayendo a la discusión antiguos y serios problemas no resueltos que sólo pierden actualidad por el olvido voluntario. Algo parecido sucede con Gibraltar, donde un asunto relativamente menor (un encontronazo entre una fragata británica y unos pescadores, una investigación sobre el contrabando de tabaco, la visita de un buque de la Royal Navy…) puede acabar generando un conflicto internacional en el que se ponen en cuestión las relaciones bilaterales de dos miembros de la UE y aliados de la OTAN, haciendo saltar por los aires los acuerdos del siglo XVII. Tratándose de un enfrentamiento hispano-británico, me permitiré parafrasear al patético Mourinho: ¿por qué?

Los desencuentros territoriales suelen tener un aspecto pragmático que puede ser relativamente sencillo de solventar: cuestiones tributarias, sanitarias, laborales, aduaneras… Sin embargo, cuando se desea elevar ese conflicto a rango de vejación patriótica, la resolución del más nimio de los problemas puede convertirse en un imposible metafísico, puesto que cualquier cesión consustancial a la negociación puede tomarse como una traición nacional. Lamentablemente, esta evidencia suele convertirse en un filón para todos aquellos que pueden beneficiarse de hurgar en las vísceras anímicas de sus conciudadanos.

Durante los últimos días hemos visto cómo la prensa afín a la Moncloa ha dejado de informar exhaustivamente sobre el caso Bárcenas para centrar sus esfuerzos en movilizar sentimentalmente a las masas frente a la injustificada agresión de la Pérfida Albión, un problema real pero sospechosa y desmesuradamente amplificado. Benditos bloques de hormigón que evitan a algunos tener que colocar en portada que María Dolores de Cospedal atribuyó a Rajoy el estrambótico acuerdo sobre el finiquito de su extesorero… Algo parecido sucede más allá del Canal de la Mancha. No soy ningún experto en las recientes vicisitudes de los tories, pero algunas voces de ultramar confirman que el conflicto gibraltareño tampoco ha venido nada mal al partido de Cameron desde el punto de vista mediático. Sólo así se entiende el artículo que recientemente publicó en el Daily Telegraph el alcalde de Londres, el histriónico conservador Boris Johnson, donde exige que España “quite sus manos de la garganta de nuestra colonia”, una tragicómica frase que recuerda la mítica intervención de Charlton Heston ante la asamblea de la NRA: “from my cold, dead hands”.

Tampoco ha faltado algún personaje menor y tangencial que ha aprovechado la coyuntura para arrimar el ascua a su sardina. Pensemos en Alfred Bosch y su carta al primer ministro de Gibraltar donde le muestra su solidaridad ante "los abusos y el bullying que el Gobierno español aplica a sus ciudadanos". ¿No sabe el dirigente republicano que Gibraltar es un paraíso fiscal; que el antiespañolismo de Fabián Picardo sólo busca conservar el estatus dudosamente legal de un territorio con más sociedades mercantiles que habitantes; que miles de trabajadores gibraltareños defraudan fiscalmente al vivir en territorio español sin cotizar en España; que la verja oculta una inmensa bolsa de contrabando, algo que debería resultar familiar a ERC tras haber puesto al Sr. Ausàs al frente de los Mossos de Esquadra? Por supuesto que conoce todas estas circunstancias, pero la posibilidad de protagonizar una provocación así no se presenta todos los días.



Han sido varios los grupos de comunicación que han dedicado casi dos semanas a detallar la pelea de carneros entre Rajoy y Cameron a cuenta del Peñón –que ya empieza a ser más bien un Peñazo-, lo que sugiere que ha existido un interés evidente por extender una cortina de humo sobre las aguas de Gibraltar con el fin de retirar de la primera línea periodística otras informaciones más comprometidas. ¿Cuánto durará la matraca? Supongo que poco: ayer comenzó la Liga.

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