Reflexiones sobre cooperación


Publicado en el Diari de Tarragona el 23 de septiembre de 2012


El renovado edificio del Seminario de Tarragona acogió el pasado lunes un provechoso y motivador encuentro sobre misión y cooperación internacional, cuya respuesta de público superó todas las previsiones. El acto se planteó desde un inicio como un diálogo: no era una conferencia en la que los ponentes se limitasen a exponer sus opiniones, ni tampoco un debate para confrontar dos posiciones contrapuestas. El objetivo era lograr un intercambio de experiencias e inquietudes desde dos ámbitos fundamentales en la ayuda a los países en vías de desarrollo: los misioneros (representados por Mons. Lluís Solé Fa, obispo de Trujillo con una dilatada trayectoria en las comunidades indígenas de Honduras) y los cooperantes internacionales (con la presencia del Dr. Xavier Manubens Bertrán, traumatólogo tarraconense que trabaja desde hace más de una década en diversos proyectos de India, Haiti y Chad). Yo mismo tuve la fortuna y el honor de participar en la cita como moderador del encuentro.

Desde un principio quedó patente que es muchísimo más lo que une a ambos colectivos que lo que les diferencia. Atrás quedó la época en que la tarea de los misioneros parecía concentrarse en la difusión explícita de la fe cristiana, sin prestar la misma atención a las necesidades corporales de sus anfitriones. Hoy en día realizan una fructífera labor de ayuda objetiva en los territorios que les acogen, obviamente sin renunciar a ofrecer su testimonio de fe en entornos muchas veces hostiles. Aunque las motivaciones de fondo que llevan a los cooperantes y a los misioneros a dedicar su tiempo o su vida a los más necesitados pueden no ser siempre las mismas, lo cierto es que su labor actual no sólo resulta complementaria, sino frecuentemente similar: ofrecer su dedicación y sus conocimientos al servicio de las necesidades concretas de unas personas cuyo concepto de precariedad difiere significativamente del nuestro.

Esta referencia al motor que anima el trabajo cooperativo permitió analizar por qué no siempre los voluntarios afrontan su misión con la mentalidad adecuada. Pensemos en quienes asumen esta labor como un proyecto vital de búsqueda personal, sustituyendo el verdadero destinatario de la ayuda (el necesitado) por el propio sujeto cooperante (hallar un sentido a la propia existencia, encontrarse a sí mismo, vivir experiencias diferentes, etc.), o en quienes acuden a los países en vías de desarrollo con una idea preconcebida de lo que quieren hacer allí, sin tener en cuenta que el objeto de la ayuda no puede ser nunca el propio proyecto sino las verdaderas necesidades sentidas como tales por la población con la que se pretende colaborar.

Porque es de colaboración de lo que se trata, no de caridad condescendiente, pues el fin último debe ser siempre que estas poblaciones alcancen el mayor grado de autosubsistencia posible. Por otro lado, esa prepotencia con la que se han planteado determinados proyectos en el tercer mundo suele ser siempre el primer paso hacia un fracaso seguro, tanto en el ámbito cooperativo como en el misional: no sólo debemos enseñar a estas personas sino también aprender mucho de ellas, especialmente en el ámbito de los valores, como la capacidad de afrontar con entereza las dificultades, un campo en el que occidente tiene mucho terreno por recorrer.

En efecto, la crisis económica que azota nuestro entorno más cercano ha dejado a la luz graves carencias humanas interiores, alimentadas durante años con una supuesta sobreabundancia hipnótica que parecía incapacitarnos para poner coto a cualquiera de nuestros caprichos. Todavía hoy algunas familias se niegan a compartir con sus hijos la vivencia de la austeridad que este tiempo nos obliga a sobrellevar, sin duda con buena intención, ocultándoles una realidad que podría ayudarles a convertirse en ciudadanos más fuertes ante los reveses, más solidarios con los esfuerzos de sus padres, más adaptables a los cambios que la vida siempre nos depara. Ya no hace falta coger un avión para palpar la pobreza, para relativizar lo que hasta ayer considerábamos grandes problemas, para compartir acera con personas que carecen de lo imprescindible. Las dificultades son mucho más pedagógicas que los éxitos, y quizás esta época nos permita reencontrarnos con determinados valores que casi todos parecimos guardar en un cajón olvidado: la compasión hacia quien ha sido peor tratado por la vida, la sobriedad para renunciar con naturalidad a lo prescindible, la solidaridad que se ofrece en el ámbito familiar… ¿A qué estallido social nos enfrentaríamos en estos momentos, de no ser por el respaldo intergeneracional que millones de padres y abuelos están prestando aquí y ahora a sus hijos y nietos?

Pero la vivencia de las actuales limitaciones no debe hacernos perder la perspectiva. Desde una óptica global, disfrutamos de una sociedad absolutamente privilegiada, con un nivel de vida sustancialmente mejor que la inmensa mayoría de la población mundial. No podemos permitir que la sensación de empobrecimiento que vivimos últimamente imponga la percepción de que somos una sociedad que debe ser fundamentalmente ayudada, y por tanto, que no está llamada a ayudar. No se trata necesariamente de cooperar económicamente, sino quizás de aportar nuestro tiempo y esfuerzo en cualquiera de los proyectos que dependen de la humilde colaboración de personas de la calle como cualquiera de nosotros. Parafraseando a JFK, quizás debamos dejar de plantearnos qué pueden hacer los demás por nosotros, y empezar a preguntarnos qué podemos hacer nosotros por los demás. Hay que dar el paso.

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