Repensar el modelo

Publicado en el Diari de Tarragona el 6 de mayo de 2012 

Con la retórica a la que ya nos tiene acostumbrados, sin especificar el cómo ni el cuándo, el presidente del gobierno ha sugerido la conveniencia de revisar la actual estructura de los poderes públicos en España. Nadie se ha opuesto a la necesaria iniciativa, pues al margen de tendencias ideológicas, el sobredimensionamiento de nuestro aparato político es evidente para cualquier observador con dos dedos de frente. En la época de las vacas gordas, cuando los ingresos públicos aumentaban milagrosamente en tasas de dos cifras anuales, la irresponsable y cortoplacista alegría presupuestaria lo soportaba todo. Pero ahora, cuando no tenemos ni para encender las farolas, el despiporre institucional supone una provocación insoportable para los millones de familias que se agolpan en la cola del paro, mientras ven diezmados los derechos sociales que habían considerado intocables hasta la fecha. Pese a tratarse de un objetivo compartido (adelgazar la estructura pública, reducir la escalera institucional, evitar duplicidades funcionales…) la consecución de estas metas chocará con varios problemas de envergadura.

En primer lugar, la iniciativa llega tarde. Antes de aprobar una decepcionante y contraproducente subida de impuestos, el consejo de ministros debió afrontar un plan claro y urgente para aminorar el gasto corriente de nuestro mórbido aparato público. El gobierno popular ha conseguido frustrar en un tiempo record las esperanzas de un importante sector de sus votantes, que respaldaba sin fisuras el discurso que Rajoy repetía sin cesar desde hacía varios años: reducción impositiva para reactivar la economía, trasvase de los fondos dedicados al gasto institucional hacia la inversión productiva, adelgazamiento inmediato del aparato público, asunción de una política económica previsible y con criterio estable, etc. Por el contrario, la Moncloa ha dedicado los primeros meses de legislatura a correr como un pollo sin cabeza, afirmando y negando repetidamente sus propios criterios en diversas cuestiones: subida del IVA, recortes en educación y sanidad, creación de un “banco malo”, nuevas ayudas al sector financiero… La demoledora situación heredada del anterior ejecutivo ha sido demasiado pesada para un gobierno que ha dilapidado en pocos meses gran parte de su crédito político. Por ello, es previsible que el respaldo que logre ahora para la reordenación del sector público sea mucho más débil del que habría conseguido en diciembre.

Por otro lado, la decisión de diezmar la administración es un desafío que requiere una determinación considerable, teniendo en cuenta que este proceso dejará por el camino un reguero de despidos entre el personal público. En ese sentido, encabezar esta iniciativa exige una actitud comprometida y valiente, capaz de responder con claridad a los graves escollos internos y externos que puedan surgir, demostrando una gran resistencia y decisión para sobreponerse a las dificultades. Al margen de la opinión que tengamos sobre ambos, puedo llegar a imaginarme asumiendo esta tarea a Felipe González o José María Aznar, por muy suyos que fueran los dos, antes que volcar este reto sobre las espaldas de un Zapatero siempre pendiente de las encuestas, o de un Mariano Rajoy que no se caracteriza precisamente por su contundente liderazgo.

En tercer lugar, la reducción institucional va a chocar con una paradójica realidad: será la clase política la que deba aprobar su propio adelgazamiento. Estamos hablando de algo tan sensible como decidir la pérdida del propio puesto de trabajo, algo que puede esperarse de un maestro zen, pero no de un colectivo en el que abundan los soplagaitas que jamás podrían ganar un duro en el mundo real. Hasta la fecha tenemos como muestra representativa la capacidad de los representantes públicos para autoasignarse el sueldo que estimen más conveniente: al debatir las condiciones salariales y sociales de sus señorías, casualmente, siempre se ponen de acuerdo cuando se trata de mejorarlas. Según ha recogido la prensa, un estudio interno elaborado por asesores de la presidencia del gobierno desvela que España es el país europeo con más políticos por habitante, 445.568 en total (pensemos que Alemania, con el doble de población, apenas tiene 150.000). ¿Serán capaces nuestros gobernantes de hacerse un harakiri de semejante calibre? Permítanme dudarlo.

Por último, nos encontramos con el principal problema en este desafío: no hay acuerdo sobre el modelo que debe guiar el proceso de adelgazamiento administrativo. Los centralistas quieren aprovechar la situación para desmantelar las autonomías, los nacionalistas vascos exigen limitar la estructura estatal, los independentistas catalanes ven la posibilidad de acabar con las diputaciones… Todos coinciden en que hay que amputar, pero nadie coincide en el miembro que debe ser extirpado. Deberíamos preguntar a Mariano Rajoy y a Rosa Díez si estarían dispuestos a menguar el aparato del estado, a Artur Mas y a Oriol Junqueras si renunciarían a los consells comarcals y a las veguerías, a Íñigo Urkullu si limitaría el volumen del gobierno vasco, a Yolanda Barcina si laminaría la diputación foral y el gobierno de Navarra, a José Antonio Griñán si reduciría el peso de la Junta de Andalucía… Si la respuesta es negativa, habrá que concluir que su principal objetivo no es la racionalización de la administración, sino el mantenimiento de los propios cortijos. Más vale que nuestra clase política vaya asumiendo que los ciudadanos no vamos a financiar ilimitadamente un aparato público desmesurado que esquilma nuestro escasos medios de vida. Y ahora menos que nunca.

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