El cazador cazado


Publicado en el Diari de Tarragona el 22 de abril de 2012


“Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir”. Esta escueta declaración del rey Juan Carlos debería ser admitida como una disculpa sincera de un hombre arrepentido. Sin duda, un gesto que le honra. Desde pequeño me enseñaron a perdonar siempre a quien lo solicita, pero eso no significa que lo ocurrido deba olvidarse como si nunca hubiera sucedido: una cosa es disculpar al socio que te ha estafado, y otra seguir haciendo negocios con él. Además, como en la parábola de los talentos, a quien ha recibido mucho debe exigírsele mucho más. Durante varios días, casi nadie supo dónde se había metido el Jefe del Estado, en uno de los contextos económicos más críticos que ha sufrido este país en su historia reciente. Finalmente, como decía Peret, “no estaba muerto, estaba de parranda”, evidenciando la sensación de impunidad que domina a un monarca que ha disfrutado durante décadas de una privilegiada e irresponsable pleitesía de los medios de comunicación. Es posible que la precariedad de los jóvenes españoles le quite el sueño a su campechanísima majestad, aunque ha elegido una curiosa forma de demostrarlo.

La posibilidad de correr un tupido velo sobre los últimos acontecimientos choca con dos realidades difícilmente escamoteables. En primer lugar, las disculpas reales no se han derivado de una reflexión autocrítica sobre la improcedencia de determinados comportamientos, sino de un accidente involuntario que ha terminado aireándolos sin remedio: si el rey no se hubiese fracturado la cadera, jamás habríamos conocido sus andanzas de sábana y sabana, y en consecuencia, tampoco habría existido la posterior solicitud de perdón ni su afligido propósito de la enmienda. Por otro lado, su cuestionable afición por matar especies en extinción es sólo uno de los innumerables capítulos bochornosos con los que la actual Casa Real nos obsequia, día sí día también, desde hace ya demasiados meses.

En un brevísimo intervalo de tiempo hemos visto de todo: cacerías de plantígrados beodos en Rusia, un yerno implicado hasta las cejas en negocios nauseabundos, fugas sonrojantes por las calles de Washington, la infanta correspondiente mostrando una asombrosa falta de curiosidad por la empresa cuya administración le reportaba ingentes cantidades de dinero para gastar a manos llenas, libros no desautorizados y prensa extranjera destapando una interminable secuencia de infidelidades matrimoniales, sospechas cada vez más extendidas sobre el presunto cobro de comisiones en operaciones internacionales, un nieto que resulta herido manejando ilegalmente un arma de fuego, su padre acudiendo cual Lute a la Guardia Civil para declarar sobre lo sucedido, el propio rey también accidentado en el curso de un exclusivo safari… A este paso, la familia real terminará convirtiéndose en el más fiel aliado de la izquierda en su lucha contra el copago sanitario. Para colmo, a las puertas del hospital, los periodistas preguntaron a la infanta Elena sobre el revuelo generado por el incidente de Botsuana: “No he oído nada, estaba trabajando”. Desde luego, eligió un mal día para empezar a trabajar… Entre ella y su hermana van a terminar demostrando que el principal problema genético de los borbones no es la hemofilia sino el autismo.

La Casa Real se está convirtiendo en un “Sálvame” de sangre azul, donde la mística monárquica ha dejado paso a un espectáculo denigrante, protagonizado por una excéntrica saga de millonarios cuya opulenta vida corre por cuenta de nuestros impuestos. Osos borrachos, peleas familiares, niños con escopeta, huidas a la carrera, elefantes africanos… es el circo de la Zarzuela. La solicitud de la asociación proteccionista WWF para que el rey abandone su presidencia honoraria demuestra que la Casa Real ha entrado en barrena, y ya son pocos los que se muerden la lengua a la hora de condenar los sucesos que se producen últimamente, o mejor dicho, los que empezamos a conocer desde hace muy poco tiempo.

Pese a todo, coincido con aquellos que consideran un exceso argumentativo aprovechar estos penosos acontecimientos para condenar el sistema monárquico como tal. Nunca me he sentido especialmente entusiasmado por tener a un rey como primera magistratura del estado, pero reconozco que haría falta transformar nuestra mentalidad para asumir con éxito un modelo republicano. En los países de tradición presidencialista, la población suele sentirse mayoritariamente identificada con el dirigente que asume legítimamente la representación de la nación, sea del partido que sea. Por el contrario, España es un país esencialmente cainita, sectario y maniqueo, y si actualmente resulta difícil reflejarse en una institución ideológicamente neutral como la corona, ¿cuál sería la adhesión social que lograrían Aznar o Zapatero, empeñados en demostrar su incapacidad para representarnos institucionalmente a todos?

Ahora bien, una cosa es resignarnos a asumir la monarquía como modelo medianamente adecuado para la España actual, y otro aceptar con mansedumbre bovina a una familia real que nos provoca y avergüenza con creciente machaconería. Todos reconocemos el papel jugado por Juan Carlos I en la consecución de importantes logros políticos y económicos, pero se ha de tener en cuenta que son muy pocos los españoles monárquicos por convicción teórica. La imagen y el prestigio de la Zarzuela están por los suelos, y no falta mucho para que la propia supervivencia del sistema exija la abdicación inmediata del rey. Ya han sido demasiados tiros en el pie.

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