Nunca fue posible


Publicado en el Diari de Tarragona el 22 de agosto de 2021


Apenas han aguantado diez días. La retirada de las tropas occidentales en Afganistán ha evidenciado la clamorosa debilidad de un estado fallido. Una tras otra, las principales ciudades del país han ido cayendo como un dominó inexorable, hasta borrar del mapa cualquier resto del antiguo régimen, salvando algún foco de resistencia testimonial al noreste del país, bajo el mando del exvicepresidente Amrullah Saleh y Ahmad Massoud, hijo del mítico León del Panjshir. Hace apenas una semana, la mayoría de observadores internacionales avisaba de que Kabul difícilmente resistiría un mes. Unos días después, la bandera talibán ondeaba en el palacio presidencial, el Arg, tras la atropellada huida de Ashraf Ghani a Emiratos.

Pero no ha sido el mandatario afgano el único representante oficial que ha puesto pies en polvorosa. También algunas de las principales legaciones diplomáticas han ofrecido un espectáculo lamentable: carreras por los pasillos, destructoras de documentos a toda máquina, colapso en los aeropuertos... Por lo visto, ni siquiera los servicios de inteligencia pudieron prever la fulminante reconquista del país por parte del ejército fundamentalista. Para la historia quedarán las imágenes del helicóptero estadounidense evacuando la embajada americana, dramáticamente similares a las captadas en abril de 1975 en Saigón. Habría hecho bien Joe Biden en cerrar la boca hace apenas mes y medio: “Los talibanes no son el ejército de Vietnam del Norte. No lo son. Bajo ninguna circunstancia verán a gente sacada por aire desde la azotea de la embajada de EEUU”. Afganistán, tumba de imperios.

Tras su aplastante victoria, los nuevos amos del país han intentado mostrar una imagen más moderada ante el mundo de la que todos conservábamos en la retina desde finales del pasado siglo. Según algunos expertos, es sólo una pose premeditadamente estratégica, una corrección política que maquilla su vieja mentalidad brutal, represiva y totalitaria. Vivimos en la era de la información instantánea y global, y si los talibanes aspiran a que su régimen disfrute de cierta continuidad en el tiempo, resulta imprescindible transmitir un mensaje capaz de sedar a la ciudadanía occidental, evitando así que exija a sus gobiernos una nueva intervención en la zona. Sin embargo, como suele decirse, un burro puede fingir ser un caballo, pero termina rebuznando. Las noticias que llegan desde el terreno sugieren el regreso al medievalismo que caracterizó su último paso por el poder.

Quienes somos profundamente ignorantes respecto de la realidad afgana y los equilibrios geoestratégicos mundiales, probablemente carecemos de herramientas suficientes para entender lo sucedido en este tempestuoso rincón del mundo. Sólo podemos ver cómo una nueva superpotencia militar sale con el rabo entre las piernas de un país incontrolable por enésima vez: británicos, soviéticos, norteamericanos… Miles de soldados muertos, billones de dólares gastados, años y años transcurridos… ¿para qué?

Si nos fiamos de la información publicada, e intentamos ver la botella medio llena, podemos pensar que estas dos décadas de ‘supervisión’ occidental han servido para imprimir al gobierno afgano cierta pátina democrática (se han celebrado elecciones) y mejorar temporalmente la calidad de vida de sus ciudadanos -y, sobre todo, de sus ciudadanas- en aspectos relevantes como la salud, la libertad individual, la educación, la seguridad, etc. Sin embargo, esta flor de un día probablemente constituya un esfuerzo estéril en términos históricos. Nada invita a pensar que los próximos tiempos difieran sensiblemente de lo vivido a finales de los noventa.

Esta deprimente conclusión obliga a plantear una pregunta recurrente en el debate político internacional: ¿es exportable el modelo democrático occidental a cualquier punto del planeta? En mi opinión, evidentemente, no. Según el analista Bill Roggio, los presidentes Obama, Trump y Biden han dejado en la estacada a sus aliados afganos, pero el error estratégico fue de Bush, al intentar instaurar un modelo con parámetros occidentales en un país radicalmente diferente. Podrían citarse muchos otros factores, pero existen al menos tres requisitos cuya concurrencia resulta ineludible para el correcto funcionamiento de un sistema político liberal: cohesión, prosperidad y tolerancia.

En efecto, en primer lugar, una realidad social fracturada en comunidades enquistadas y enfrentadas de cualquier tipo (étnicas, religiosas, culturales, etc.) difícilmente es capaz de construir una democracia, tal y como entendemos este concepto en Europa o Norteamérica. Hace años pude conversar con un misionero que vivió en Ruanda los prolegómenos del genocidio de 1994, y comentaba que unas elecciones no servirían para nada mientras un ciudadano hutu votase por sistema a un candidato hutu, por muy corrupto y asesino que fuera, en vez de a un candidato tutsi, por muy honesto y preparado que fuera, y viceversa.

Por otro lado, también resulta esencial la existencia de una clase media mayoritaria y consolidada. De hecho, es un factor constante en las democracias mejor valoradas del planeta. Las grandes bolsas de pobreza suelen llevar frecuentemente aparejada una inquietante vulnerabilidad ante ciertos discursos populistas que conducen al desastre. La desesperación no marida bien con la reflexión.

Y, por último, uno de los rasgos distintivos de las democracias liberales es haber logrado un nivel educativo suficiente para asimilar que la discrepancia no es un peligro sino un valor. Una mentalidad verdaderamente democrática huye de la homogeneidad mental y disfruta con el intercambio de ideas contrapuestas. El antagonista intelectual no es un enemigo a quien aplastar, sino un conciudadano a quien convencer, o incluso a quien pedir que nos convenza a nosotros mismos.

Parece evidente que en Afganistán no se daba ninguno de estos tres requisitos, y en este sentido sorprende que alguien soñase con transformar a sus ciudadanos en pequeños noruegos con pakol. Nunca fue posible y, probablemente, tampoco lo será a corto y medio plazo. ¿Cuál sería, entonces, el modelo idóneo para un país así? Me temo que eso ya es para nota.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El beso

Una moto difícil de comprar

Bancarrota