Cuando la experiencia llega tarde


Publicado en el Diari de Tarragona el 1 de agosto de 2021


Suele decirse que el ser humano es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Si esto es así -que lo es-, no resulta difícil imaginar nuestra escasísima capacidad para extraer lecciones valiosas de ese primer tropiezo cuando no es propio sino ajeno. Lo de remojar las barbas no es lo nuestro. Lamentablemente, con demasiada recurrencia, necesitamos padecer personalmente las consecuencias negativas de nuestras decisiones equivocadas para rectificar, aunque previamente tuviésemos la información necesaria para saber que aquello no acabaría bien. Y, a veces, es demasiado tarde. Somos así.

Lo hemos constatado a nivel colectivo durante los últimos tiempos. Por ejemplo, hace una década, unos hiperventilados nos prometieron el paraíso terrenal si apostábamos por su proyecto político. Una marea humana creyó de buena fe en aquel horizonte, pese a que los datos objetivos y los ejemplos comparados invitaban a pensar que aquel planteamiento no llevaría a ningún sitio. El tiempo ha confirmado los peores augurios, y algunos de los responsables públicos que en su día respaldaron aquellos delirios reconocen ahora que la estrategia fue equivocada, que aquella meta no podía alcanzarse tomando aquella ruta, y que lo prometido nunca fue una posibilidad real. Como consecuencia del estrepitoso fracaso de la iniciativa, las encuestas indican un claro declive en el número de partidarios de aquel proyecto, al menos en sus parámetros iniciales. Para recuperar la cordura, ha sido necesario padecer empíricamente lo que muchos ya advirtieron en su momento hasta la extenuación. Puede que hoy seamos más sensatos (a la fuerza ahorcan) pero también menos prósperos, menos competitivos, menos referenciales, menos potentes y menos admirados. Jugada maestra.

Algo parecido nos sucede en las relaciones individuales. Recuerdo, por ejemplo, a una persona que conocía superficialmente desde hacía bastantes años, con un indudable carisma y atractivo humano, y por quien sentía una admiración sincera y justificable por diversos motivos: pese a su juventud, mostraba un discurso brillante, mente despierta, talento profesional, sensibilidad espiritual, inquietud artística, preocupación social… Por ello, me resultaba chocante la impresión negativa que algunos conocidos comunes me transmitían sobre el personaje en cuestión. Hace un tiempo, las casualidades de la vida favorecieron que ambos tuviéramos un trato más cercano durante unos meses, y al finalizar este período tuve que acabar reconociéndome a mí mismo que estaba profundamente confundido en mi percepción inicial, lo que se tradujo en una aproximación ciertamente olvidable. ¿Por qué no hice caso de la experiencia transmitida por aquellos conocidos comunes? Pues, probablemente, porque casi todos necesitamos con infausta frecuencia sufrir en carne propia las consecuencias prácticas de nuestros errores para entrar en razón.

Esta indeseable pulsión humana está provocando efectos preocupantes en el actual proceso de vacunación contra el Covid. Por ejemplo, esta misma semana, una persona muy cercana a un buen amigo mío ha enfermado de coronavirus, tras haberse negado a recibir la dosis prescrita en el programa desarrollado estos últimos meses. Pertenece al colectivo de riesgo, tanto por edad como por estado de salud, pero renunció a la vacuna porque no le transmitía buenas sensaciones, probablemente influenciado por esos charlatanes de la pseudociencia, que algún día deberían responder por los efectos que ha provocado su letal propaganda durante esta pandemia. El enfermo lo está pasando bastante mal, pero esperamos que vaya remontando poco a poco. Eso sí, una vez sufrida la poco recomendable experiencia, ya ha comunicado a sus seres queridos que se vacunará en cuanto transcurra el preceptivo plazo de seis meses desde el contagio. Ha hecho falta contraer personalmente la enfermedad y padecer sus síntomas para ver las cosas un poco más claras. Lo dicho: escarmentar en cabeza ajena no es lo nuestro.

Gracias a Dios, las campañas de concienciación sobre la conveniencia de la vacunación están logrando sus objetivos de forma mayoritaria. Concretamente, nuestra tasa de rechazo a la dosis es una de las más bajas de Europa. Según refleja el Eurobarómetro, el índice de españoles que se niegan a ser vacunados es tan solo del 6%. Estas cifras contrastan con otros estados del continente que muestran cotas mucho más elevadas de suspicacia: Chipre (un 26% de oposición frontal), Bulgaria (22%), Hungría (22%), etc. Y eso por no hablar de los serios problemas que están sufriendo en EEUU, donde una significativa proporción de la ciudadanía se niega a recibir la inyección, especialmente en los estados con mayoría social republicana. En el extremo contrario, entre los países con una mayor confianza, podemos destacar el caso de Suecia, Dinamarca, Países Bajos o Finlandia, con una ratio de población renuente que no llega al 5%. Si pasamos de este estudio demoscópico a los datos de campo obtenidos por los sistemas de vacunación desplegados en España, la tasa de ciudadanos reacios es aún más baja: 1,2% en Asturias, 1,0% en Valencia, 1,9% en Euskadi… Puramente testimonial.

Sin duda, hemos de estar orgullosos de estas cifras, pero no debemos minusvalorar un inquietante dato: el 17% de los españoles admite que desearía retrasar lo máximo posible la vacunación, según el propio sondeo de la UE. La vacuna no tiene efectos mágicos, pero ha quedado demostrada su capacidad para reducir la proporción de contagios y para minimizar los estadios agudos de esta dolencia. Sería realmente triste que todas estas personas necesitasen pasar por la dolora experiencia de la enfermedad, propia o próxima, para comprender la trascendencia de recibir la dosis, tanto por su bien como por el del entorno con el que interactúan. Lamentablemente, con demasiada recurrencia, necesitamos padecer personalmente las consecuencias negativas de nuestras decisiones equivocadas para rectificar, aunque previamente tuviésemos la información necesaria para saber que aquello no acabaría bien. Y, a veces, es demasiado tarde. Somos así.

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