Marcha atrás


Publicado en el Diari de Tarragona el 18 de julio de 2021


Se veía venir. Los intentos desesperados por salvar la temporada turística de verano propiciaron una relajación llamativamente rápida y drástica en las restricciones vigentes desde hacía meses, como la imposición del toque de queda, un aforo muy limitado en las reuniones privadas y públicas, las trabas al sector del ocio nocturno, la obligatoriedad general de la mascarilla, etc. Muchos de estos cambios hacia una mayor apertura normativa parecían más que razonables, teniendo en cuenta la creciente velocidad en el proceso de vacunación y la mejoría en los datos generales de evolución sanitaria. Sin duda, las medidas excepcionales corresponden a situaciones excepcionales, y lo cierto es que la cifra de ocupación hospitalaria y el nivel de vulnerabilidad colectiva ante el virus eran cada vez más tranquilizadores. Lamentablemente, en la decisión de relajar las restricciones no se tuvo en cuenta un índice fundamental a la hora de fijar un nuevo modelo de medidas preventivas para cualquier colectivo humano: el grado de irracionalidad de los destinatarios.

Ciertamente, en términos generales, somos una sociedad con una escasísima capacidad para valorar en su justa medida las consecuencias futuras de las acciones presentes. O, mejor dicho, con una tendencia inmemorial a no pensar demasiado en ello. Podríamos poner mil ejemplos de cierta actualidad. Pensemos en la inconsciencia con la que hemos asistido durante décadas al colapso suicida en nuestros índices de natalidad, un fenómeno que hoy está haciendo saltar por los aires nuestro modelo de pensiones. Pensemos en el agónico esfuerzo tributario que la ciudadanía se vio obligada a realizar tras el crack de 2007 para mantener en funcionamiento el engranaje público, para volver a exigir la convocatoria masiva de plazas de funcionario a diestro y siniestro en cuanto hemos levantado mínimamente la cabeza. Pensemos en lo modernas que se sentían algunas familias propugnando una educación hiperpermisiva con sus hijos, que ahora se vuelve contra ellas mismas con una generación que manifiesta crecientes problemas para digerir con naturalidad la menor frustración de sus deseos.

En definitiva, queríamos disfrutar de buenas pensiones, bajos impuestos y una juventud responsable, y para ello no tuvimos hijos, exigimos un diluvio de salarios públicos y sobreprotegimos a la infancia. Insisto, podríamos encontrar infinidad de ejemplos de esta disparidad radical entre lo que esperamos colectivamente del futuro y los medios diametralmente contradictorios que ponemos para alcanzar estos fines. Con la pandemia nos ha sucedido algo parecido. Todos queríamos superar definitivamente esta crisis sanitaria, para acabar con una tragedia que ha segado miles de vidas y recuperar lo antes posible una cierta normalidad social. Y para lograr este objetivo, en cuanto nos han abierto la puerta unos centímetros, hemos salido como los toros de un encierro de San Fermín. El descontrol colectivo que se puso de manifiesto durante la reciente fiesta de Sant Joan fue un buen indicativo para prever la que se nos venía encima a corto plazo: aumento exponencial en la cifra de infectados, inquietud por la saturación en los hospitales, incremento en el número de fallecimientos… En cuatro semanas hemos multiplicado por trece el índice de contagios.

Y no vale alegar que este derrape en el proceso de desescalada se está produciendo en todos lados. No es así, o al menos, con la misma intensidad. Según ha declarado esta semana el experto catalán Daniel Prieto-Alhambra, investigador en la Universidad de Oxford, vivimos una explosión de transmisiones sin precedentes en Europa: “la velocidad de contagios que hay en Catalunya no se ha visto ni en el Reino Unido”. Si acercamos más el foco, Salou es la población con mayor riesgo de rebrote en todo el país, encabezando una lista fatídica en la que también aparecen otros núcleos urbanos de nuestra demarcación como Valls, Cambrils, Reus, Vila-seca, Tarragona, Calafell y Cunit. Los propios representantes de la Generalitat reconocen que la situación está completamente fuera de control, lo que ha obligado a imprimir una drástica marcha atrás regulatoria que probablemente se dilate en el tiempo: hace una semana pensábamos en olvidarnos de la mascarilla, y hoy estamos de nuevo bajo el toque de queda.

En definitiva, lo que han demostrado nuestros gobernantes es un escasísimo conocimiento de la naturaleza humana, especialmente en nuestras latitudes. Cuando la población manifiesta un deseo mayoritario por hacer algo, pero no lo hace porque está prohibido, la decisión de levantar bruscamente el veto legal raramente funciona, aunque se apele a la prudencia individual, especialmente cuando el éxito global depende de una respuesta responsable prácticamente unánime de la ciudadanía. No debería ser así, pero lo es. Imaginemos que las autoridades de tráfico anunciasen el fin de los controles de alcoholemia y los radares de velocidad, haciendo un llamamiento a la sensatez personal. ¿Alguien tiene la menor duda de que una semana después se dispararían los siniestros en carretera? La zanahoria está muy bien, pero nunca debe guardarse el palo, al menos para ese sector de la población que no entiende otro lenguaje. Cuando resulta colectivamente vital que no hagamos algo, la experiencia demuestra que no basta con que nos lo desaconsejen: nos lo tienen que prohibir. Triste, pero cierto. Y, en este punto, probablemente todos tenemos que hacer examen de conciencia.

Esperemos que nuestras autoridades tomen nota de lo sucedido para cuando llegue el momento de plantear un nuevo intento de relajar la normativa. Sólo puede permitirse lo que, llegados a un punto concreto, resulte incuestionablemente inocuo. El sentido de esta estrategia no será ir más despacio sino, precisamente, ir más rápido, porque hacer lo contrario será garantía de volver a empezar. Hace unos meses sospechábamos que las prisas retrasarían la desescalada. Hoy lo sabemos empíricamente.

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