Moralejas de un concierto de jazz

Publicado en el Diari de Tarragona el 10 de diciembre de 2017


A mediados de los ochenta, siendo yo apenas un adolescente, mi hermano mayor me invitó a un concierto cuyo recuerdo conservo intacto por diversos motivos. El Festival de Jazz de Vitoria-Gasteiz era todavía un certamen incipiente, aunque por sus escenarios ya habían pasado músicos de la talla de Oscar Peterson, Ella Fitzgerald, Dizzy Gillespie, Stan Getz, Jaco Pastorius, Sarah Vaughan, Chick Corea, Herbie Hancock, Al Jarreau o Pat Metheny. El Gasteizko Jazzaldia no tenía todavía la solera de la que disfruta ahora, convertido en uno de los encuentros jazzísticos más prestigiosos de Europa (es el único representante estatal en la International Jazz Festival Organization) pero ya podía permitirse contratar a las más deslumbrantes figuras de la época.

El mayor atractivo de la edición de 1986 era un pianista genial que estaba escribiendo una nueva página en la evolución del jazz. Efectivamente, Keith Jarrett había causado una verdadera revolución con su Köln Concert, una actuación solista grabada en la Ópera de Colonia diez años antes, convertida con el tiempo en uno de los discos más vendidos en la historia de este género. Su música se construía gracias al ingrediente esencial del jazz, la improvisación, pero no sonaba a jazz. Huía del barroquismo gratuito y creaba sonoridades inéditas hasta la fecha. A pesar de su aparente sencillez, no era música para oír sino para escuchar. Jarrett se erguía así como el auténtico fenómeno del momento, siempre precedido por su triple tarjeta de presentación: un sentido estético deslumbrante, que dejaba boquiabierto a cualquier espectador mínimamente sensible; una técnica perfecta, que permitía transformar esa desbordante creatividad en piezas inigualables; y también… un mal carácter antológico, capaz de convertir cualquiera de sus apariciones en un auténtico vodevil.

Keith Jarrettt aterrizó aquel verano en Euskadi para ofrecer un concierto de standards, acompañado por Gary Peacock al contrabajo y Jack DeJohnette a la batería. La actuación se celebraría en Mendizorroza, un pequeño pabellón en el que entonces jugaba el Baskonia, antes de trasladarse al descomunal Buesa Arena. La organización había ofrecido al músico de Pensilvania su imprescindible alfombra persa y dos magníficos pianos de gran cola para que pudiese elegir a su gusto: un veterano Steinway & Sons, visiblemente marcado por el paso de los años, y un impecable Yamaha, sin estrenar. Jarrett se decantó por el primero: un Steinway siempre será un Steinway.

Cuando los asistentes ya habíamos ocupado nuestros asientos, con el escenario aún vacío, la organización nos advirtió por megafonía de las peticiones –exigencias- del intérprete: debía mantenerse un silencio sepulcral, nadie podía levantarse durante la interpretación de las piezas, estaba absolutamente prohibido hacer fotografías (recordemos que todas las cámaras de la época emitían un leve ruidito al dispararse), etc. Las reglas quizás fuesen estrictas pero estaban dentro de lo admisible, así que fueron recibidas pacíficamente por el respetable. Las luces ambientales se apagaron y los tres músicos aparecieron en escena. Aplausos efusivos.

El concierto comenzó como estaba previsto y aquella música maravillosa comenzó a invadir el auditorio. Sin embargo, de pronto, Jarrett paró en seco. Se levantó como un resorte de su banqueta y señaló con dedo acusador a una chica sentada en la grada posterior al escenario. Por lo visto, había sacado una foto. Las caras de Peacock y DeJohnette lo decían todo: “ya estamos otra vez…”. El pianista se mantuvo insultantemente erguido hasta que los agentes de seguridad expulsaron a aquella joven del recinto. Comenzó a percibirse cierto murmullo entre algunos asistentes que consideraban exagerada la reacción del músico. Aun así, el concierto prosiguió. Aplausos, aunque menos efusivos.

El trío continuó su actuación, pero pocos segundos después la estrella volvió a detenerse. El ruido de un espectador le había molestado. Los reproches del público aumentaron de tono y volumen. En aquel momento, Jarrett tomó la pésima decisión de enfrentarse abierta y frontalmente a las cinco mil personas que allí nos encontrábamos. El cisco estaba servido. Pitada general. La antipatía del músico empezaba a pesar más que la admiración por su obra. Nuestro protagonista dirigió un gesto inconfundible a sus colegas y todos ellos abandonaron el escenario. Bronca monumental. Afortunadamente, los organizadores del certamen consiguieron que el grupo volviera seis minutos después. Cuatro aplausos, nada efusivos.

Las malas vibraciones se mascaban en el ambiente. Recuerdo que Jarrett regresó al piano con gesto desafiante, mirando de reojo a la platea, consciente del motín que se estaba fraguando. La tensión era brutal y aquello tenía pinta de acabar fatal. Sin embargo, gracias a Dios, algunos espectadores con sentido común y talante conciliador se pusieron entonces en pie para pedir calma, y poco a poco los ánimos fueron sosegándose. Las notas de aquel viejo Steinway volvieron a inundar el espacio, y una velada que iba a terminar como el rosario de la aurora concluyó finalmente convertida en una mágica experiencia musical.

Aquella vivencia adolescente me permitió extraer varias conclusiones, quizás susceptibles de extrapolación: 1) la potestad para dictar una norma puede hacer que ésta sea legítima pero no necesariamente acertada; 2) una disposición justa en abstracto puede resultar disparatada en determinados contextos; 3) resulta imprudente confiar ilimitadamente en la predisposición popular al acatamiento; 4) hacer cumplir una norma sin el menor sentido de la empatía y la oportunidad puede provocar la sublevación de aquellos que inicialmente pensaban aceptarla; y 5) cuando el enfrentamiento parece inevitable, la intervención valiente y desacomplejada de quienes buscan el entendimiento puede convertirse en el único remedio contra el desastre.

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